Puerta fría

Muchos de los libros comprados a plazos cumplieron su función y siguen asaltándonos en los mercadillos

El final del Círculo, como lo llamaban sus socios y lo llamaba todo el mundo, cierra una era de la edición que puede remontarse al tiempo inmediatamente anterior a la fundación del club, cuando la interminable posguerra dejaba paso a una época que por contraste con los durísimos años anteriores cabría calificar como de incipiente y relativa prosperidad, asociada al nacimiento de una modesta clase media que podía permitirse pequeños lujos como una salita decorada con libros. Muchos de esos libros jamás fueron abiertos por sus propietarios, que a menudo eran honrados trabajadores sin ninguna formación literaria, pero el hecho de que estuvieran ahí, junto a las fotos familiares o los absurdos cachivaches que acaban colonizando las estanterías de cualquier vivienda, equivalía a la posibilidad -a la promesa- de que algún muchacho inquieto decidiera un día quitarles el polvo para asomarse a mundos muy alejados de la realidad de aquella España entre la autarquía y los inicios del desarrollismo. Antes de su andadura a comienzos de los sesenta habían existido -y seguirían existiendo- las visitas de los vendedores a crédito, comerciales que como dice la jerga del oficio abordaban las casas a puerta fría, más o menos inoportunos pero al cabo humanos, al contrario que las voces enlatadas que interrumpen los almuerzos o la sagrada hora de la siesta. Los libros, desde luego, eran sólo un producto entre otros, pero a ojos de casi todos seguían teniendo esa cualidad de objetos reverenciales que llevaba a personas iletradas o no especialmente lectoras a considerarlos, más que nada pensando en los hijos, bienes de primera necesidad. Entre los que se ofrecían en confuso batiburrillo había los más vendidos del momento junto a otros de grandes escritores o de celebridades hoy olvidadas, y también las consabidas enciclopedias o los volúmenes didácticos para niños, como aquel profusamente ilustrado donde aprendimos los maravillosos nombres de los pueblos indígenas de Norteamérica desde la región de los Grandes Lagos a los desiertos de la frontera mexicana. Como tantas otras cosas, la fórmula fue quedándose obsoleta por la evolución de lo que los zorros de la mercadotecnia llaman hábitos de consumo, tanto más tras la irrupción de las nuevas tecnologías. Era un réquiem anunciado, pero no ha sido en vano. Muchos de los libros comprados a plazos cumplieron su función y siguen asaltándonos en los mercadillos, adonde hace tiempo que han ido a parar las humildes bibliotecas de entonces, arrojadas a los contenedores o malvendidas al peso. Suele ocurrir cuando quienes las heredan, contra la previsión de los padres, no saben qué hacer con ellos.

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