Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Público y laico

Eliminar de la calle la dimensión trascendente del ser humano haría de las ciudades lugares menos humanos

Como cada Semana Santa, los apóstoles del laicismo, necesarios siempre, han vuelto a condenar la a su juicio excesiva ocupación de las manifestaciones religiosas en el espacio público de los últimos días. El laicismo, ya se sabe, defiende la delimitación del fenómeno religioso en el más estricto ámbito privado, a la vez que considera el espacio público una especie de reserva aséptica privada de símbolos en la que nadie tiene por qué sentirse agredido ni incomodado ante la exposición de códigos y conductas que no comparte. Resulta curioso que este año las procesiones hayan coincidido en el espacio público con los carteles y los mítines de la campaña electoral, mucho menos abultados pero no menos significativos. Pero, a lo que iba: el laicismo puede y debe considerarse una aspiración legítima, pero el lugar público es, por definición, otra cosa. Desde el mismo origen de las ciudades, la calle y la plaza son entornos en los que personas de distinta condición conviven y comparten tiempo y espacio, a pesar de sus diferencias. Lo que se espera de un Estado democrático es que la ocupación del espacio público se dé en igualdad de condiciones: por eso el laicismo nunca puede ser la respuesta, ya que contentaría a unos en detrimento de la identidad de otros. Y en la identidad resulta tan esencial lo público como lo privado.

Por eso España no es un Estado laico, sino aconfesional. Su objetivo no es, ni debe ser, eliminar las manifestaciones religiosas de las calles, sino garantizar que todas las manifestaciones religiosas podrán darse en el espacio público con las mismas condiciones. Es cierto que queda un camino muy largo en lo que a mejorar la calidad aconfesional del Estado se refiere; y también que las cofradías gozan a menudo de privilegios a la hora de ocupar el espacio público de forma abusiva, más allá incluso de la Semana Santa (habría que poner en el otro peso de la balanza el trabajo de asistencia social que hacen buena parte de las hermandades en áreas deprimidas para que el argumento sea completo, porque también esta dedicación se da en un ámbito público). Pero eliminar de la calle la dimensión trascendente del ser humano haría de las ciudades realidades menos humanas. A nadie se le ocurriría retirar de lo público la proyección política, económica, cultural o educativa de las personas; del mismo modo, no hay razones para apartar lo religioso sólo por el hecho de que hay personas que no son religiosas.

Por la misma razón, habría que prohibir los mítines dada la alta cantidad de la población que no va a votar. La calle es un termómetro de tolerancia. Es de todos. Y de nadie.

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