La Protesta

Todo es desagradable en una moral que invitaba a la austeridad desprovista de alegría

El año pasado se celebró el quinto centenario de las tesis de Wittenberg y tanto este como los que vienen los herederos de la Protesta seguirán conmemorando los hitos del mitificado proceso que difundió la doctrina reformada hasta provocar el cisma más doloroso de la historia de la cristiandad, pero la antipática figura de Lutero está tan rodeada de sombras que sólo los muy devotos pueden ignorar sus rasgos menos favorecedores. Si no como al Anticristo del que hablaban los leales al trono de san Pedro, esos rasgos lo retratan como a un hombre duro, soberbio y desalmado, servil con los poderosos -los nobles y príncipes a los que rendía vasallaje- e implacable con los más débiles. No tendría sentido defender los mercadeos, abusos y desafueros del papado, que durante siglos actuó como una potencia con intereses bien terrenales, pero sólo desde la ingenuidad puede pensarse que la Reforma, nacida de un descontento en parte justificado, no sirvió a objetivos políticos que después, como explicara Max Weber, mudaron al terreno de la economía. Más allá de sus débiles coartadas teológicas, el luteranismo fue más que nada un nacionalismo y como tal contradecía el ideal renacentista de la humanitas, aunque también fundara su propia cultura. De siempre los protestantes nos han mirado, a los habitantes de los países católicos, por encima del hombro, como nativos de pueblos atrasados, supersticiosos, fatalmente refractarios al falso evangelio de la prosperidad. Que es justo eso, un evangelio falso. Estamos con nuestro gran Gregorio cuando denuncia la benevolente recepción que la posteridad, tan poco generosa con la reacción tridentina, ha dispensado a la revuelta luterana, para no mencionar el siniestro credo calvinista. Todo es desagradable en la moral de esos reformadores que invitaban a una austeridad desprovista de alegría y postularon que el éxito y el enriquecimiento son señales distintivas de los elegidos para la salvación divina. No es para nosotros el oscuro horizonte de la predestinación, propio de hombres obsesionados con la gracia -pero la fe sin obras no vale nada- y el trabajo como fin en sí mismo, incapaces de conmoverse ante la revelación del misterio. Con razón se ha hablado, por el contrario, de la religión de la belleza, heredera de una liturgia milenaria. Lo hicieron los estetas decimonónicos -pecadores como Dios manda- y lo hizo sobre todo un escritor inconmensurable, el luminoso Chesterton, que no tenía nada de esteta pero vio y explicó mejor que nadie la grandeza del cristianismo. Incluso los agnósticos nos descubrimos ante su genio, encarnación del mejor rostro -compasivo, universal- de la tradición romana.

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