En el tejado

F.J. Cantador

fcantador@eldiadecordoba.com

Pink Floyd de mis amores

En aquel tiempo -bueno en este- en el que dijo Jesús a sus discípulos "quedaos en casa hasta que esta plaga en forma de coronavirus remita", en mi caso he descubierto que, como reza el refrán, no hay mal que por bien no venga, ya que, entre redacciones y más redacciones de artículos, crónicas y reportajes periodísticos, estoy aprendiendo a disfrutar de las pequeñas grandes cosas que me ha dado la vida y que ese trajín diario de vivir tan deprisa me había hecho dejar a un lado, pequeñas grandes cosas como lo que me inspira la música. Me he sentado delante del tocadiscos y he repasado la discografía de los Pink Floyd de mis amores. Sí, de mis amores, porque desde que empecé a escuchar la música de Roger Waters, David Gilmour, Richard Wright y Nick Mason en aquellas tardes infinitas de juegos en la casa de mi recordado y añorado Gabriel Medina, que estás en el Cielo, me enamoré de ella y desde entonces cada disco de la banda ha estado relacionado con cada una de las mujeres que quise desde la adolescencia y que quiero ahora que creo que he llegado a la madurez en un momento en el que considero que la vida son cuatro días y que yo por el tercero voy, ¿o quizás ya será por el cuarto?

En casa de Gabriel sonaban insistentemente The Dark Side of the Moon (disco de 1973)y Wish You Were Here (de 1975)durante esas tardes de juegos de los pasados años 80, en una época en la que comencé el instituto en Hinojosa del Duque, en la época en la que bebía las aguas por una compañera de clase, Rosamari, que aunque yo deseaba que estuviera a mi lado para compartir mucho más que apuntes, no pasó de ser un amor platónico que me duró cuatro años. Nuestros caminos se separaron, como ese corte final que da título al último álbum de Waters con los Floyd, cuando acabamos COU; una a estudiar Medicina a Córdoba y el otro a estudiar Periodismo a Madrid. Allí, en la capital del reino celebré que la banda se diera otra oportunidad editando el primer LP entonces con Gilmour como líder, A Momentary Lapse of Reason (1987), un disco que escuché hasta la saciedad primero de mano de una compañera de clase de la facultad, la conquense María José, y después con la alicantina María Isabel, con quien llegué a vivir ese momentáneo lapso de sinrazón con el que aprendí que el amor te lleva a veces a volar. Continuaba siendo ese un disco de cabecera para mí cuando Mari Carmen, madrileña que vivía en Hinojosa, me curó todas las heridas del desamor. Abrazado a ella escuchaba años después, como si de un presagio se tratara, The Division Bell (1994), el que sería el último disco de estudio de los Floyd, un disco con el que intentaba curar mis heridas después de que su querido Jesús la arrancara de mis brazos. Tras esa tragedia empecé a devorar toda la discografía de la banda con María Dolores, quien me ha salvado, literal, la vida dos veces.

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