ESTÁS en tu casa: un hogar que te pertenece, y que antes habitaron tus padres, tus abuelos, quienes te precedieron no hasta tocar la rama, sino hasta alcanzar la raíz del árbol genealógico. Sin embargo, un día derriban la puerta, y te obligan a cederlo a quien ha sufrido por motivos que no enlazan contigo. Para asesinarte no ahorrarán los métodos más escandalosos: no importa la sangre, los cadáveres alfombrando la calzada, las cámaras que los fotografíen.

Existe otra opción: permanecer encerrado en un sótano, en el cuarto de contadores, en una choza levantada con cartones en el espacio entre dos manzanas. Subsiste con los tuyos, vigilado por quienes te expulsaron de tu hogar, que a veces te recuerdan su poder impidiendo que accedas a los derechos más básicos, desde la comida hasta la luz o el agua. Y, sobre todo, no intentes recuperar lo que te han robado, no te quejes, no levantes la voz ni la cabeza: quienes podrían defenderte apoyarán a los otros con sus puntapiés.

Salvando las distancias -más inhumanas y trágicas, kafkianas por las vidas reales condenadas a la asfixia, generación tras generación- la situación que Palestina sufre desde hace décadas, el genocidio ante el que enmudecemos. Un país que debiera haberlo sido y que, sin embargo, fue ocupado por otros; un país fragmentado en dos, Gaza y Cisjordania, custodiados por checkpoints en lugar de fronteras, y en el que hoy se recrudecen los ataques por parte de Israel, la matanza indiscriminada de civiles. La historia de Palestina se escribe en campos de refugiados, muros ilegales, embargos caprichosos y, sobre todo, muertes inocentes: niños reventados por el pánico, civiles para quienes salir a la calle se convierte en un riesgo.

Mientras escribo esto, Israel facilita la salida de extranjeros residentes en la Franja, casi asegurando la invasión -otra- de un territorio tantas veces vapuleado. Ante los primeros ataques, el ministro español de Asuntos Exteriores -diputado por Córdoba- respondió que Hamas inició todas las operaciones, y que antes debe detener sus misiles: al menos ha recordado cuál es la posición de la clase política -aquí y en cualquier país: la ONU no se pone de acuerdo, Bush rebuzna hasta el último minuto-, hipócrita y sorda ante cientos de muertos inocentes. Aprovechen -hoy es el último día- para visitar la muestra de Emilio Morenatti sobre Afganistán y Palestina en el Teatro Cómico. En una de ellas, unos niños arrojan piedras a los soldados israelíes, jugando a defenderse mientras nadie hace nada.

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