El tránsito

Eduardo Jordá

Perros y rumanos

CUALQUIERA que tenga más de cuarenta años recordará que hubo un tiempo en que una persona analfabeta podía ser -y solía ser- una persona muy educada. Y cuando digo "educada" me estoy refiriendo a esa otra parte de la educación que ahora se ha olvidado o se ha perdido, no sé si por falta de utilidad o de práctica (y para ello basta ver cómo se comportan los ejecutivos de las multinacionales, los policías locales o los directivos de recursos humanos). La educación no es sólo el grado de conocimientos más o menos técnicos que uno pueda tener. La educación que de verdad cuenta es la que tiene que ver con el comportamiento y el carácter, y por eso se manifiesta en el respeto con que uno trata a los demás, y en la dignidad con que uno se comporta y procura que los demás se comporten con él.

Yo recuerdo a mucha gente que no había ido nunca a la escuela ni había visto una vajilla, ni tampoco sabía qué era un sillón o un libro o un periódico. Pero esas personas no gritaban en la calle, ni hablaban jamás en público de asuntos privados que sólo les incumbían a ellas, ni trataban con malos modos a nadie, ni daban la espalda mascando chicle mientras atendían a un cliente, ni comentaban a gritos en un autobús abarrotado la última postura del kamasutra que habían protagonizado (cosa que suele ser habitual en los tiempos del móvil). Y es que esas personas tenían educación. No habían leído un solo libro ni sabían qué era un logaritmo, pero sabían comportarse con un mínimo de decoro y de decencia. Y repito que no era una cuestión de dinero ni de clase social. Nada de eso. Era una cuestión de dignidad y de seriedad, dos cosas que no se aprenden en una academia ni en una escuela diplomática.

Yo no sé si se han fijado en los gitanos rumanos que tocan el acordeón o que mendigan o que merodean por las calles. Uno puede decir lo que quiera de ellos, pero lo que nadie puede decir es que carezcan de dignidad. Son serios, graves, a veces casi solemnes. Da igual que lleven una costra de mugre o que tengan dos únicos dientes de oro que quizá le han robado a un muerto. Da igual. Cualquiera de ellos puede darnos lecciones de cómo mirar, de cómo hablar, de cómo caminar. Quien no puede darlas, por supuesto, es el sujeto que ha puesto este famoso cartel en un local de Mallorca: "Se prohíbe la entrada a perros y rumanos sin previo aviso, de lo contrario saldrán hechando ostias". Supongo que han reparado ya en la barbarie gramatical del "hechando" con hache y de las "ostias" sin hache (aunque ostia, sin hache, se admite como palabra de argot). Ya tenemos aquí a uno de los típicos productos de la Logse: ignorante, engreído, bruto, tecnificado y estúpido. Yo, desde luego, seguiría su consejo. Y tampoco lo dejaría entrar en mi casa.

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