Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Perfil de juglar

LA canción de autor, en realidad, es el brillo azul de la columna, es su espontaneidad hecha de aire, metálica y febril, discursiva y cambiante. Los mismos ingredientes que sustentan la columna periodística, con límites tan difusos con la columna literaria, podrían utilizarse al señalar todos los condimentos de cualquier canción de autor: un tema actual o cotidiano convertido en motivo novelesco, la sutileza y también la concisión, y la efectividad, de la distancia corta, y una pizca suave de lirismo. Todos estos elementos se pueden matizar, y hasta pueden ausentarse uno o dos de ellos, pero digamos que son las tres variantes que logran sostener tanto a la columna como a la canción de autor, quizá porque ambos son primos hermanos del relato breve. Poco después, la música: visible en el caso de cualquier canción, instrumental y física, e invisible en la columna, la cadencia sutil de los fraseos que resuenan corpóreos, que nos van arrastrando con ese peso sonoro, aquilatado, música interior de las palabras.

En los últimos tiempos no se sabe muy bien qué ha pasado con la canción de autor. Estos treinta años que ahora se han cumplido de la Constitución constituyen también un aniversario de aquella edad dorada, la del primer Serrat y Raimon, la de Paco Ibáñez y Lluís Llach, la de Víctor Manuel y la de un Aute que primero fue poeta y después cantó sus propios temas, y también Luis Pastor, José Antonio Labordeta o el maestro Pablo Guerrero. Todos ellos han sobrevivido mejor que muchos otros, y lo han hecho también con la suerte diversa que ha ofrecido esta triple década de asombro, pero también de cierto desencanto. Después de ellos, la oleada cromática del pop lo inundó todo, y casi lo arrasó. Ya casi parecía que eran prescindibles la matraca política, el tipo de la guitarra y de la historia, la conciencia social y la osamenta rota de un amor.

Sin embargo, a principio de los noventa regresaron. Ya no eran los mismos, pero eran quizá unos hijos sin conflicto generacional, y aparecieron Pedro Guerra y Javier Álvarez, acechados desde el sur por Luis Medina y por Alfonso del Valle. Sin embargo, ellos eran distintos. Eran, digamos, una canción de autor modernizada, barnizada quizá por una sociedad del bienestar que les daba coherencia y distinción. Con la misma coherencia, pero con otros mimbres, apareció después Ismael Serrano, perteneciente a una generación anterior, la que hemos citado más arriba, y sin ningún complejo por el modo de agarrar la guitarra y la palabra como un arma cargada de futuro. Hoy tocará en Córdoba. Con él, con Manuel Cuesta, hemos recuperado una tradición aún necesaria: la del juglar que muestra su perfil.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios