Pedagogía

La recurrente incapacidad para los acuerdos de Estado es un mal característico de la vida española

Por encima de sus controvertidas disposiciones, de la octava ley educativa desde la restauración de la democracia debe resaltarse que una vez más va a ser aprobada por el Gobierno sin el respaldo de la oposición y tendrá por ello, del mismo modo que las anteriores, una vigencia limitada al tiempo que los partidos que la han apoyado conserven su posición de predominio. Como de costumbre, los que han quedado al margen amenazan con derogarla en cuanto la aritmética parlamentaria lo permita y de este modo, pese a las carencias generales del sistema, seguiremos esperando que un gran acuerdo ofrezca un marco estable a quienes tienen encomendada la tarea fundamental de instruir a los futuros ciudadanos. Nadie puede negar que sería muy deseable que se produjera ese acuerdo, pero parece imposible que en esta como en otras cuestiones los políticos renuncien a imponer su ideología en favor de una acción decidida que se proponga corregir los problemas de la enseñanza, desde hace tiempo diagnosticados, y desarrollar programas eficaces a largo plazo. Más allá de las guerras particulares, los indicadores señalan que la inversión pública está por debajo de la media europea, que el abandono escolar alcanza cifras inaceptables o que los alumnos, con importantes diferencias por centros y comunidades, no destacan en las comparativas internacionales, pero en lugar de aplicarse a remediar esos déficits los debates suelen centrarse en cuestiones territoriales, lingüísticas o religiosas, que levantan muros infranqueables e impiden llegar a esos mínimos comunes en los que se sustenta cualquier pacto duradero. No es que las mencionadas cuestiones no sean importantes, y tampoco cabe pasar por alto lo que la educación tiene de política en su significado más literal, es decir, el que apunta a la formación de los habitantes de la polis, pero el sentido común aconseja confinar al ámbito privado las creencias, los sentimientos y las elecciones personales si se quiere encontrar un espacio amplio en el que todos puedan sentirse concernidos. La enconada división en banderías, esa recurrente incapacidad para los acuerdos de Estado, es un mal característico de la vida española. El otro, si hablamos de educación, apunta a la nefasta pedagogía antihumanista, concebida por una legión de burócratas que desprecian los contenidos y se guían por las consignas del poder de turno. En aras de una modernidad engañosa, su necia y horrísona jerga ha proscrito el conocimiento -digan lo que digan los demagogos, no existe mayor herramienta igualadora- a cambio de una colección de recetas de dudosa utilidad a la hora de forjar hombres y mujeres verdaderamente libres.

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