Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Paz intrauterina

LA manipulación del aborto es una tentación permanente entre un determinado sector social. Un grupúsculo de extrema derecha escenificó ayer esa inclinación con la convocatoria de concentraciones simultáneas ante varias clínicas de Madrid. Alternativa Española, el partido convocante, no oculta en sus planteamientos programáticos que su oposición activa al aborto es, más que una preocupación sanitaria e incluso un legítimo desacuerdo moral, una baza en pro de un "caminar político al servicio de las verdades eternas que surgen del reconocimiento expreso de la Ley de Dios".

Mal casan las "verdades eternas" con la tolerancia y el juego democrático. La perennidad de las certidumbres ha sido y es la fuente de inspiración de todos los totalitarismos. El contraste entre la preocupación obsesiva por el aborto y el desinterés hacia los 27.000 niños que, según Naciones Unidas, mueren de hambre cada día en el mundo, es una prueba de cómo ese sector transforma interesadamente un debate moral en un artificio para captar complicidades que van muchos más allá de la piedad y la misericordia. De hecho, uno de los lemas coreados fue el de "paz intrauterina", como si la paz del otro lado del útero no les concerniera. Cosa bien distinta es el debate moral que siempre ha suscitado la regulación legal del aborto y que atañe a respetables convicciones personales.

El aborto es un asunto demasiado serio y sensible para que determinados grupos lo transformen en una hábil estrategia de agitación. No deja de ser paradójico que el abono que ha favorecido el renacimiento del debate haya sido la intervención policial contra algunas clínicas, pocas, que practicaban interrupciones del embarazo al margen de los tres supuestos contemplados en la ley. La persecusión de los abortos ilegales por parte de las fuerzas de seguridad debiera ser, más que un motivo de escándalo, un motivo de satisfacción.

La práctica de abortos en España es, desde un punto de vista sanitario, un asunto muy inquietante. El número creciente de interrupciones de embarazos revela un mal de fondo descorazonador: inmadurez social, inestabilidad económica, escasez cultural, desequilibrios sentimentales, etcétera. Un panorama que requiere una acción y un compromiso político y social de profundo calado. Nadie aborta por placer. Cada interrupción del embarazo revela una situación de inestabilidad y lleva aparejado un trauma de complicada superación. En este sentido, la reacción del Gobierno, más que a reformar o ampliar la ley, debiera estar inspirada en el hecho, muchísimo más dramático, de las circunstancia anómalas que han multiplicado las interruciones.

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