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ES posible que no sepa vivir de otra forma, que necesite unos chutes de fatalismo de vez en cuando para reconocerse como entidad única y singular. A un amplísimo sector del cordobesismo le gusta, en el fondo, sentir ese pellizco de incertidumbre que despierta cada comparecencia del titular de El Arcángel. Algunos de los que ayer se sentaron en el graderío no necesitan que nadie les cuente -aunque les encanta que se lo recuerden- que su estadio fue una vez, hace ya más de 40 años, el escenario de la mejor temporada defensiva de toda la historia de la Liga española. No perdió ni una sola vez. Sólo encajó un par de goles. Igualar el insuperable primer récord entra dentro de lo posible. Lo de la asombrosa marca de imbatibilidad, definitivamente, es algo de otro mundo. Los veteranos que vieron aquella edad de oro ya no se sorprenden de nada. Las nuevas generaciones, curtidas en el sufrimiento de la clandestina Segunda B y las odiosas comparaciones con lo que veían por la televisión, ponen su excitada ilusión como contrapeso a la descreída retranca de los viejos aficionados. El cordobesismo es, en todas sus manifestaciones, un monumento a la paradoja. El club desciende cuando gasta millonadas y asciende cuando anda escaso de fondos. Convierte en héroes a jugadores repudiados. Y siempre genera, haga lo que haga, una corriente de insatisfechos. Cuando alguien se atreve a decir que el Córdoba va bien, aunque sea blandiendo una estadística, siempre hay quien le mira con una mueca de conmiseración o de desprecio. En qué mala hora se puso de moda despotricar desde la visceralidad para enarbolar una bandera que es de todos.
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