Cuchillo sin filo

Francisco Correal

fcorreal@diariodesevilla.es

Pajarillo

Cuando salen del fortín materno, los niños saben volar, técnica que olvidan cuando aprenden a caminar

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando. El viernes al mediodía, horas antes del fatídico y esperado desenlace, leí esos versos de Juan Ramón Jiménez a la entrada del colegio Buen Pastor, donde me habían invitado a dar una charla sobre un poeta olvidado. Los versos del de Moguer, del Nobel del 56, del marido de aquella chica cursi y políglota que decoraba pisos y traducía a Tagore, volvieron a mí con toda su fuerza, y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando, cuando supe la noticia que traían los mineros que acababan de barrenar las tripas de la montaña. Y me entraron ganas de reñirle al universal poeta por no haber previsto un cambio de guión tan abrupto: qué ocurre si el que se marcha es el pájaro, si deja de oírse su trino en todas sus modalidades de risa, de llanto, de sinfonía inconexa y mágica que precede a la aparición del lenguaje.

El pajarillo se llamaba Julen y vivía con sus padres en la barriada malagueña de El Palo. La guadaña que cortó sus alas de pájaro le esperaba en una finca de un pueblo parecido a los que aparecen en el Manual para viajeros que escribió Richard Ford cuando llegó desde Estados Unidos a Andalucía por prescripción facultativa. En la analogía de los animales, no hay nada que recuerde a un niño tanto como un pájaro: el tamaño, su gracilidad, los sonidos que emite. Lástima que cada vez se vean menos por las ciudades, no sé si por el cambio climático o por los estragos de la cotorra argentina. Cuando salen del fortín materno, la guarida de la seguridad absoluta, los niños saben volar, algo que olvidan cuando pasado el primer año de vida empiezan el aprendizaje del homo erectus. Cada niño que aprende a andar es un niño que ha dejado de volar y por eso es hasta científico que ayer en cientos de iglesias de toda España (también en la de Totalán, cuyo párroco es un hijo del teniente coronel Tejero) los sacerdotes recordaran a Julen y lo imaginaran como un ángel en el cielo de los infantes donde las nubes son las bufandas de la luna, en hermosa greguería de Julio Martínez Velasco, ese niño grande que se ha muerto con cerca de noventa años.

Julen ha puesto España a trabajar, ha dinamitado el narcisismo fronterizo, ha hermanado a mineros con ingenieros, a bomberos con psicólogos, a plumillas con picoletos. A España le han salido alas como en un cuadro de Picasso. Y yo me iré. Y seguirán los pájaros cantando.

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