País

Seguimos escuchando a gente para la que todo lo español pertenece al triste o cómico terreno de la anomalía

No somos tan diferentes como nos pintaba aquel exitoso eslogan del desarrollismo que suelen recuperar, forzando la caricatura de trazo grueso, quienes se empeñan en presentar a los españoles como palurdos incorregibles de los que no cabe esperar que pierdan nunca el pelo de la dehesa. Es verdad que hubo entre los jerarcas de la ya lejana dictadura quienes se propusieron preservar a la nación de la influencia contaminadora de la modernidad, haciendo de la necesidad dictada por el aislamiento una virtud representada en los principios de la autarquía, pero ni siquiera el orden impuesto por los vencedores -poco queda de los "valores eternos" encarnados en el centinela de Occidente- logró erigir ese cordón de seguridad con el que han soñado los guardianes de la ortodoxia desde los tiempos de la Contrarreforma.

Es verdad también que el autonomismo posterior ha favorecido en todas partes los usos castizos y las peculiaridades del terruño, pero ni la pretendida singularidad española -invocada por los nostálgicos del Antiguo Régimen, pero también por los turistas desnortados o los hispanistas más noveleros- ni desde luego las que se han esforzado en construir los hacedores de señas de identidad para justificar las pujantes burocracias regionales, pueden ocultar la evidente familiaridad de nuestras costumbres y nuestro modo de vida con los del resto de las sociedades europeas. La España de cerrado y sacristía, como la llamó el poeta, apenas pervive sino en los lugares donde la burguesía nacionalista -echada al monte, pero fiel a su ideología reaccionaria- ha promovido el encastillamiento para mantener compacta a la parroquia.

Seguimos, sin embargo, escuchando a demasiada gente abonada a una especie de fatalismo complaciente -el famoso "qué país, Miquelarena" de Pedro Mourlane, convertido en frase proverbial para expresar esa mezcla de racialidad y cutrerío que encontró su formulación más amable en el Celtiberia Show de Carandell- para la que todo lo español pertenece al triste o cómico terreno de la anomalía. "En este país" es el comodín que abre paso a un interminable repertorio de carencias donde toda injusticia tiene su asiento, una excusa perfecta que explica cualquier adversidad y en particular la preterición o la falta de reconocimiento -las cosas, por supuesto, serían distintas en lugares más civilizados- de los adictos a la queja. Es bueno y saludable reírse de uno mismo, como lo es tener una visión autocrítica de la propia Historia, pero el gusto por la permanente flagelación no revela otra cosa que fervor masoquista.

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