RELOJ DE SOL

Joaquín Pérez-Azaústre

Pablo García Baena

HAY una manera de pasear que no es espectadora de sí misma, que ha sabido ausentarse de su rastro para mirar los ecos del trayecto con cierta independencia de los pasos, con una decisión en las baldosas de no tener constancia de su empuje. De la poesía de Pablo García Baena, recién galardonada con el Premio Reina Sofía, podría decirse exactamente eso, que no es sino medida de sí mismo: que Pablo, igual que su escritura, esmalte y oro, porosidad corpórea en lo inasible, es una manera de pasear.

Pablo García Baena paseó primero en Córdoba, vivió después en Málaga y ahora, en Córdoba, otra vez pasea. Pasear es el oficio de mirar, una turbación de los impulsos que se vuelve osamenta sensorial una vez que se escribe lo que ocurre. Pasear, entonces, es saber escribir lo que sucede, dentro o fuera de uno, como un rumor oculto o mientras cantan los pájaros. Algo hay en los poemas de García Baena de un gorjeo de pájaros, en el atardecer o en la mañana, una cualidad cromática de asombro por el mero milagro de vivir. Escribir, entonces, es un deslumbramiento cotidiano que no debe medirse únicamente por una medición de tiempo real, sino por otro tiempo que acontece en la temperatura de las cosas. La poesía de Pablo García Baena, su artificio de tiempo aquilatado en un espacio ausente de sí mismo, en un paisaje plástico de luz venido a desmayarse entre las manos, no es sólo visión de vigor plástico en una acotación de una edad remota y más esbelta, más precipitada hacia la tierra, sino una decisión de estar afuera, en las fronteras de la realidad. Desde que comenzó a escribir versos, la poesía de Pablo García Baena tuvo, precisamente, esta intención: la de habitar los límites del día, horadar un espacio taciturno en la fabulación de lo probable. En 1950, la poesía española se asfixiaba, trataba de arrancar el vuelo raso en el grito angustiado de la revista Espadaña, quebrándose el abrazo natural con el brillo primero que comenzó en Rubén Darío, llegado de los vinos modernistas, y la síntesis total de Juan Ramón en un exilio múltiple, buscando transparencia en la palabra y una exactitud reveladora, pasando por el último Aleixandre, García Lorca y Cernuda. En España, la herida literaria se había cubierto de sal garcilasista, con el hombre lastrado por los prados y por la idoneidad neoclásica, con un rictus cansado, agónico, de grandiosidad marmórea.

La revista Cántico, reclamada después por los novísimos, por Guillermo Carnero y Gimferrer, por Siles y Villena, retomó humildemente la ambición de la gran tradición contemporánea y sirvió así de puente hasta ahora mismo. Antes que el tiempo acabe era imprescindible vindicar esta proyección piramidal, humana y fértil, de un poeta alejado del poder con el pleno poder de la poesía.

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