De la exposición de los fauves en la Fundación Mapfre se sale más inocente, más burlado y más fauve, con un rencor básico de otoño y cromatismos, con alteración en la mirada, la memoria y el sentir. Se viene de esas Francias que colorean un nuevo siglo con un frenesí párvulo y peligroso. En estos fauves hay ligazones con las atmósferas ambientales del impresionismo y con sus lenguajes epilogales y hay un presagio de cubismos y expresionismos y vías emancipatorias. Lo que queda de los fauves como marca de sangre es el color, que define los espacios y se apodera de las formas, el color que se incauta de tensiones primordiales, de misterios y tectónicas, para formular una retórica urgente de violencia y poesía.

Se ven aquí colores en cosas (huevos rojos de Manguin) que acompañan como un adjetivo inesperado y deslumbrante a un sustantivo cotidiano, o sea la creación de una realidad nueva, la propuesta por vía de lenguaje (poética) de una asociación que no existía. Una sombra puede ser verde si se trata de destilar la compleja sísmica de la vida. Atrevimientos que alteran la sensibilidad del hombre sensible e incluso el ánimo de los hombres sin ánimo.

La desnaturalización cromática del huevo es un capricho de visionario o de loco, que es lo mismo, o sea de poeta. Los fauves nos dan un mundo nuevo, erróneo y libre, de cielos verdes y manos amarillas, de soles acribillados de azul y un rosa improcedente y necesario en cualquier parte. Yo he visto aquí hallazgos que recuerdo de los cuadernos de colorear de mis sobrinos.

Quiere decirse que sale uno al Paseo de Recoletos más inocente, más burlado, reconciliado con cierto concepto de libertad o de absurdo, amasando el deseo de que el mundo fuera un poco así, un óleo fauve en la plenitud de los volúmenes erotizados por pinceladas de infancia y selva, quisiera uno desterrar el archivo de los pleonasmos, la nieve blanca, el político corrupto, y nos vamos fijando en los colores vaporosos del otoño en Madrid, en los tonos imprecatorios de un mediodía contaminado, hermoso y previsible, la ciudad en su color unánime de espanto y frío, un color de época que no tiene nombre ni vocación adversativa, la ciudad como un cine rápido y capitulante que quiere volver al blanco y negro, una pantalla en la que se proyectan los colores internos, que son otra cosa, que son más complejos y nadie los encuentra en las enciclopedias.

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