Igual al levantarse hoy por la mañana, las sábanas -las mías aún son de esas, de pelito, arrebatadoramente secuestradoras- se han hecho un poco más pesadas. Otro lunes heroico. Quizás la causa sea trasnochar, no por el vicio, saludable si es moderado, de apurar unos vinos por ahí, sino por quedarse despierto, persiguiendo la endiablada hora de la Costa Oeste, para enterarse de cómo han ido los Oscar.

A esta hora ya sabemos si Banderas, Antonio, ha conseguido la estatuilla como mejor actor, Dolor y gloria. Si es así, su discurso habrá dado en varias dianas y ya tendremos tiempo para comentarlo. También si Klaus ha verificado su triunfo como mejor peli de animación. O, incluso, si Almodóvar se lo ha llevado como mejor película en habla no inglesa. Todos los nominados lo tenían difícil, pero es cine y nunca se sabe.

El cine es arte. Lo he repetido muchas veces. Pero es, y seguramente sobre todo, espectáculo y evasión. Por eso triunfa y hace que los millones que no somos expertos en el arte, que no vemos los detalles técnicos que lo sostienen, disfrutemos al ver una peli y que elevemos lo que nos gusta a la categoría de peliculón, con una naturalidad sin par en otros órdenes artísticos. Esto no ocurre con la pintura o la escultura, por ejemplo, ahí hay obras maestras. En el cine también, por supuesto, pero en pocos lugares del conocimiento y la brillantez humana conviven tan fácilmente y con tanto espíritu igualitario las obras maestras con las que gustan mucho, coincidan o no. Esa magia permite meter en un mismo hilo de conversación, con el intrépido Indiana Rafa López Montes, Casablanca y Groundhog Day (penosamente traída aquí como Atrapado en el tiempo), o compartir con el sabio Manuel Lamarca, que aún no ha apostado por un corto razonable sobre una tal Lucía, pasiones que mezclan sin rubor alguno- a Pacino, Stallone y Paco Martínez Soria. El cine democratiza el gusto. Y no hay riesgo en la elección.

El cine es nuestro, sea de donde sea. Nos impactan las estrellas que caen. Casi ninguno de nosotros conocía a Cuerda, aquí, o a Kirk Douglas, allí, pero al irse esta semana, su pérdida nos ha resultado incluso cercana. Como si Espartaco anduviera recordando en el salón de casa que no tiene más miedo a morir que a vivir, o como si Cuerda -apoyado en la baranda de la terraza- dijera a cualquier mariposa que todas son contingentes, menos ella, que es necesaria. El cine duele porque es la otra cara del gusto.

Y, sí, sé que es industria. Y que es dinero. Y que es, incluso, discutida política de subvenciones. Pero es el mejor espectáculo del mundo. Así que, si hoy ha habido retraso, enseñen al baranda su mejor sonrisa, pisen con garbo una alfombra roja, posen ante los focos y declaren, muy a lo Capra, qué bello es vivir. Total, nadie nos regalará entradas.

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