Apesar del aburrimiento, y también del abatimiento y la tristeza que generan las continuas agresiones del destituido Gobierno catalán; a pesardel penoso criterio político de Podemos, haciendo la ola a los agresores de nuestro sistema democrático; a pesar, insisto, de todos ellos y de todos nosotros, se ha abierto un pequeño resquicio de esperanza, cualificada por las ganas de demostrar que la independencia declarada de Cataluña es tan irreal como si yo declarase que mi barrio ya no lo es y ahora es un distrito independiente, confederado, eso sí, con el Trastevere de mi corazón.

El 155 aprobado con una mayoría abrumadora, y no por ello antidemocrática, permitía reducir con mano dura y, presumiblemente, Zotal y polvo de las encinas el disparate monumental que Puigdemont, Junqueras y la temible CUP han montado en Cataluña en esta corta legislatura dramática. El desgobierno es espectacular, la ausencia de gestión pública en todos los órdenes adquiere una dimensión grotesca, los problemas comunes de la ciudadanía aparcados con la solemnidad imbécil de que una arcádica república independiente los solucionaría por arte de magia: una pléyade de inútiles, pagadísimos de sí, dirigiendo a una comunidad hacia el caos más absoluto y procurando en el camino un rosario de agujeros negros en la gestión política básica. El 155 podía haber dado seis meses, probablemente insuficientes, para ordenar departamentos y números, dictar órdenes y revertir decisiones, que permitieran recuperar un poco la normalidad y votar. Eso habría sido prudente, difícil pero prudente.

La decisión de Rajoy es audaz. Sospecho, ya lo sabremos, que participada en primer plano por Ciudadanos y, en menor medida, por el PSOE, pero -sobre todo- impulsada por el propio Puigdemont. Ha trascendido que el jueves pudo haber parado el 155 de convocar elecciones. Se ha sabido que incluso quiso. Su Gobierno llegó a comunicarlo a sus embajadas. Y se rajó. Secuestrado, de boquilla, por ERC, y muy evidentemente por la radicalidad impenitente de los cuperos. La gravedad de las caras de los gobernantes proclamando la falsaria independencia y la indisimulada euforia de la Gran Timonel Gabriel no engañan. Puigdemont arrojó su escasa legitimidad a la basura, mientras Rajoy reforzaba al mismo tiempo la del Estado de Derecho. Y, entonces, sorpresa: con toda la legitimidad para destrozar en mil pedazos el infame legado de ese Gobierno rebelde, el presidente los cesa, disuelve el Parlament y convoca elecciones para el 21 de diciembre.

En mitad de la agonía frustrante de este conflicto oscuro, los demócratas tenemos una oportunidad gigante para defender, sin paños calientes, un modelo constitucional inclusivo en Cataluña y ganar, apoyando al que más saque, sin dudas. Cincuenta días para ordenar y sumar más. España es ahora Cataluña.

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