Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Rusófilos
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Empezamos el día escuchando la hermosísima Surf’s Up de Brian Wilson, después de leer el conmovedor poema que le dedica Eduardo Jordá –“Ya no hay rabia en mi corazón. / No hay rabia. / No hay rabia. / Ahora mi corazón / es una madre que canta a sus hijos”– y el relato asociado donde el poeta recuerda, entre otras cosas, las antiguas razones de esa rabia vencida. La escuchamos una vez y volvemos a escucharla y buscamos la letra original para entender mejor su sentido, pero incluso sin entenderlo del todo, pues se trata de una canción bastante hermética, llena de imágenes poderosas y un tanto indescifrables, esa música casi literalmente celestial –y también los claros y emocionantes versos inspirados por ella– bastan para empezar la semana con un sentimiento de gratitud, por así decirlo purificados. Entre las numerosas grabaciones disponibles, la más impresionante es sin duda la del joven Wilson en diciembre de 1966, filmada para un espectáculo conducido por Leonard Bernstein y proyectada para el malogrado álbum Smile, donde el compositor e intérprete de Los Ángeles comparece con su sola voz y acompañamiento de piano. Fue el primer vagido de una pieza que llegaría a hacerse muy célebre, una vez sometida a los característicos arreglos instrumentales y la habitual superposición de voces, por obra de un sofisticado procedimiento de ingeniería de sonido que ha sido bien analizado por los musicólogos. No sabemos mucho de música ni de los años del pop naciente ni de las grandes innovaciones de la década, pero el hombre que grabó esta joya en bruto, tanto más valiosa por su desnudez exenta de artificio, será siempre un gigante. Como otros genios de la música que se debatieron entre las tormentas interiores y los desequilibrios provocados por las drogas, el mítico integrante de los Beach Boys ha tenido una trayectoria turbulenta e inestable que no le impidió firmar esta y otras obras maestras. Y eso, no lo olvidemos, es lo que cuenta. Propiamente intraducible, nos explica Eduardo, el título de la canción alude en clave irónica al léxico específico del surf, donde la expresión señala el momento propicio en el que la ola sube, pero la letra habla más bien de un derrumbamiento, seguido de una iluminación que proviene de las “voces de los niños” –en la versión definitiva resuena el famoso verso de Wordsworth: Child is Father of the Man– y del niño que fue Brian. El veinteañero de las imágenes, con gruesas patillas y un peinado imposible, sugiere inocencia, desvalimiento y un trágico anhelo de redención. Lo vemos y escuchamos y sucede el milagro: la transmutación de un dolor inextinguible en un monumento de belleza sanadora.
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