Ochenta años de vida es una cifra muy respetable. Cumplirlos significa, por fuerza, que un montón de cosas han llenado ese tiempo. Muchas habrán sido especialmente difíciles. Con ochenta años, quien los cumple, tendrá en el camino trozos de corazón esparcidos por ahí, reventones de cariño en las esquinas, más de una decepción, algunos errores dolorosos y ausencias definitivas, y eso duele, siempre. Pero también, con los ochenta años en tus lomos, contará otros trozos de corazón sembrados en tu familia, cariño multiplicado (porque si lo das, recibes), orgullo legítimo hacia los tuyos, muchos aciertos que han hecho mejor la vida de tus otros y presencias permanentes de quienes están y estarán contigo, disfrutando el instante y contra viento y marea. Mi madre los cumplió ayer.

Mi madre ha sabido adaptarse a lo que ha ido viniendo y, otras veces, ha tenido que hacerlo para no perder el compás. Nació en 1942, como reza la cuenta hecha, y poco cabe decir de lo dura que fue su infancia en esos años oscuros para todos. Conoció muy joven a mi padre y se casaron a una edad que, incluso para los tiempos, resultaba temprana. Formaron una familia, cuyos primeros compases fueron más de apretones y estrechez que de tranquilidad y seguro. Siete hijos, dos mujeres y cinco hombres, tuvieron. Los cinco primeros vinieron seguidos, los dos últimos, algo después, dando un respiro. Muchas horas de costura hasta las tantas, mientras esperaba que mi padre viniera de dar vueltas con una DKW para ventas especiales de Coca-Cola, tuvieron que cargarse para empezar a tener algunas que les sirvieran para relajarse, muchos años de esfuerzo después. Mientras crecieron, crecimos, y fuimos volando, como es ley de vida. Una de las cosas que se aprenden cuando saltas a formar tu propia familia es que esa regla inmemorial, la ley de vida, es más cierta que cualquier otra. Y es ley de vida, sin empacho ni vergüenza, que las cosas sucedan cuanto toca. La otra es que haciendo las cosas bien, algunas veces te salen mal, así que imagina haciéndolas mal cómo te saldrán. Esto enseñaba mi madre.

La vida (suma de tiempos, de ganancias y pérdidas) la golpeó muy duramente con lo segundo, con la pérdida, y esa dificultad que no todos padecen (y que aquí, sí que no, no es ley de vida) casi la bate. Casi. Porque, a trancas y barrancas, sigue y ahí está. Esa aparente fragilidad, que podría justificarse, es la esencia de su fuerza. Es la ley de su vida, hasta cuando no la elige: seguir, siempre, aunque no se pueda con tu alma.

Hace unos días explicaba yo que la cocina de mi casa, lo de uno sobre esa mesa naranja que lleva ahí sesenta años, es lo que yo soy, lo que explica mi origen. Y el lugar adonde, perdido, sé volver siempre. Ver a mi madre ayer feliz, mirando el fruto de su vida, celebrándola, es saber que la ley de su vida, que es la mía, la señala como mi refugio seguro. Una brújula. Mi madre. Ochenta años. Ojalá nosotros. Te quiero, mamá.

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