Obra mayor

No deja de ser curioso que el mayor logro del XX español obtenga entre los políticos jóvenes una valoración adversa

Con motivo de los fastos por la victoria del PSOE, en 1982, Felipe González ha recordado el valor de la Transición mediante una de sus expresiones más concretas, los Pactos de la Moncloa, donde se barajó con destreza el futuro de la economía española, en unos momentos de grave incertidumbre, no solo económica. Recordemos que los Pactos de la Moncloa se firmaron en octubre del 77, con Suárez de presidente del Gobierno; con lo cual, parece obvio que Felipe González ha querido avalorar la totalidad de un proceso que tuvo su culminación cinco años más tarde, en octubre del 82, cuando la democracia española parecía haber conjurado sus mayores o más inmediatos peligros.

Es probable también que el expresidente González haya querido defender su ejecutoria, su indudable relieve histórico, ante dos de sus sucesores, no particularmente inclinados a exaltar las virtudes de la Transición. De este modo, su apelación a la unidad, al entendimiento, a la colaboración en tiempos de incertidumbre, guardaría una doble intención, vindicativa de sí mismo y crítica con la evolución de su partido. No deja de ser curioso que el mayor logro del XX español, la extraordinaria muestra de pericia, inteligencia y valor con que se hilvana la cicatriz de la última de sus guerras civiles, obtenga entre los políticos más jóvenes, principales beneficiarios de aquel proceso, una valoración adversa. El propio señor Iglesias, que luego tendría el honor de ser vicepresidente del Gobierno de España, había dicho en alguna herriko taberna que quien leyó correctamente la Transición eran los simpáticos lectores y lectrices de HB. Pero esta opinión, tan execrable como inexacta, carece del menor interés. Si hoy rige el orden democrático en la casi totalidad del territorio español, ha sido a pesar de tan audaces lectores.

Volviendo a los Pactos de la Moncloa, a Suárez, a Calvo Sotelo, a González, al rey Juan Carlos I, y a cuantos se sumaron a aquella colosal y extraña orfebrería, debe decirse una vez más que estamos ante una obra mayor de la inteligencia política del XX. Fueron la razón y las pasiones de los españoles, estrechamente conjugadas, quienes permitieron esta obra de la civilidad que hoy disfrutamos, acaso inmerecidamente y con desgana. Obra que además desmiente aquella pose, entre sublime y romantizada, de Gil de Biedma, donde la historia de España siempre acaba mal. Con cuánto dolor y cuánto empeño (honor a todos ellos) se cimentó, perdurablemente, este triunfo.

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