Oasis nos pilló en ese pliegue de la adolescencia en que se buscan referentes con calidad de oxígeno. Ya un poco cansado de los vectores heredados, iba uno en plan rastreador para configurar algo parecido a una carta personal, un código propio, un paradigma sin contaminaciones. Estaba ya uno saturado de realismo mágico y empezaba a flirtear con Paul Auster, había uno engordado con los cantautores, con los Beatles, con lo más estético del pop español de los 80, y ya reclamaba otra cosa, otro horizonte, otra jurisdicción, se había uno bebido la poesía del 27 como si fuera una religión, que lo era, y estaba enganchado a la palabra de Claudio Rodríguez y Caballero Bonald, había superado el tebeo español y se asomaba a otros dominios, rozaba el primer acorde de la inmersión en el jazz (lo del jazz no se cura) y en la hora del instituto había una búsqueda de momentos y de cómplices, una necesidad de decirle a alguien estoy leyendo esto, escuchando esto, explorando esto, y que no te miraran como a un tío raro y desplazado que escribía secretos sonetos y conjuraba la tarde en un arpegio y enfermizamente localizaba en la capa más áspera del día, revestida de canto y verso, una justificación total a sus desvelos.

Vino Oasis entonces, porque éramos los de entonces, vino con su sonido beligerante, sucio y adictivo, y nos conquistó como una moza primera de pueblo y serpentina o una hembra final de carmín y necedades. Quiere decirse que vino Oasis como una seducción impremeditada, como un salvajismo aleve y leve, vino Oasis con acorde de fuego o de fuga a decirnos la verdad última o primera de nuestro quebranto, y ahí se consumía una postrera fase de adolescencia como en un microondas generacional, glorioso y fatídico. En el agosto del 97 Londres era una ebullición de sentido y sentimiento. Las vallas de las Spice maldecoraban calles inéditas de espasmo, se hablaba del Arsenal, de la película de Mr. Bean, del IRA, pero Oasis publicó Be Here Now y aquello fue un desparrame, la ciudad enganchada a un grupo que era de Manchester, un ejército civil con el disco por la calle, Oasis era un vértigo de pureza, un nervio orgulloso de reivindicación británica al frente de una esfera musical que combatía el impacto mundial del grunge. Beligerante, sucio, adictivo en su fermento de conflicto, Oasis era una experiencia. Noel Gallagher había tenido la poderosa intuición de que, si hubieran surgido en los 90, los Beatles habrían sido Oasis, sonado como Oasis, actuado como Oasis.

Esta nota nace a propósito del documental Oasis: Supersonic, de Mat Whitecross. Hay algo de decantación final en Oasis, de destilación epilogal de una manera de entender y proyectar la música, media hora antes de Internet y Operación Triunfo. La gente compraba Be Here Now como quien comulga en aquel apasionante agosto londinense, pero a última hora cambiaron los tonos, los temas, las caras: Diana de Gales se había matado en París.

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