Neolengua

Como cambian los usos, lo hace la sensibilidad y tanto aquéllos como ésta se imponen solos, desde abajo

La lengua pertenece a todos y cada uno de sus hablantes, a los que vivieron antes que nosotros y a los que vendrán cuando nos hayamos ido, a los nativos y a cualquiera que haya llegado a conocerla hasta el punto, que suele interpretarse como prueba de dominio, de soñar en un idioma no propio. Los niños no necesitan ir a la escuela para aprenderla, donde lo que se les enseña es, entre otras cosas, a escribirla de acuerdo con las cambiantes normas de la ortografía. Durante milenios, la mayor parte de la humanidad fue analfabeta y no puede decirse que hablara peor, pues no hay formas buenas y malas de hablar las lenguas, sino distintos modos de hacerlo -y hablas o dialectos con infinitas variantes, a veces origen de lenguas nuevas- que obedecen a un mismo propósito de comunicación entre los usuarios.

Ningún gobierno, ninguna academia, ninguna institución tiene la potestad de inmiscuirse en el uso que los hablantes quieran hacer de las palabras, no digamos en el empleo del idioma -cuando disponen de más de uno- que cada cual elija libremente. Como cambian los usos, lo hace la sensibilidad y tanto aquéllos como ésta se imponen solos, desde abajo, de manera espontánea y no teledirigida por nadie que se arrogue el derecho a imponer criterios en una parcela que es a la vez colectiva e íntima, por ello inviolable. La autoridad lingüística, como explican los estudiosos, lo único que puede hacer es documentar y definir los usos históricos o hacerse eco de los nuevos, tarea esta última menos relevante -ya sabemos lo que significan las palabras de moda- que es la que sin embargo suele llamar la atención de los medios.

Por fortuna en curso, aunque no sin resistencias, la revolución que a distintos ritmos según las zonas del planeta -y debemos felicitarnos de vivir en una que se sitúa en la avanzadilla- ha llevado a las sociedades a reclamar la igualdad completa entre los sexos, tendrá sin duda -ya los tiene- su reflejo en la lengua, pero no porque así lo dictamine el poder político, que como nos enseñó Orwell es y será siempre sospechoso. Hace sólo unos años, palabras como jueza sonaban extrañas y no ha hecho falta que nadie imponga su uso para que sea ahora de lo más natural. De matrimonio importa menos la raíz que el hecho de que las mujeres y los hombres se puedan unir o desunir con absoluta libertad. No necesitamos de los gobernantes que se apliquen a la elaboración de un newspeak artificioso e inútil. Si no se les ocurre nada mejor a lo que dedicar su tiempo, basta con que dejen a la gente expresarse como le dé la gana.

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