Ya no hay guateques, ya no se saca a bailar y, por supuesto, ya no se baila agarrao. Pocas pipas, pocos paseos de domingo y todo, sin carabina. Aquello suena antiguo, a batallitas de abuelos, a anécdotas de otros tiempos de los que, en estos últimos lo han pasado peor que el resto. Ya no se liga como antes, no hay cartas de amor ni postales con besos y lamentablemente, muy pocas flores; las técnicas del cortejo son otras, adaptadas a lo de hoy y a las y los de hoy.

Una vez que las llamadas al teléfono fijo del salón del domicilio familiar pasaron a la historia y con ellas, el pellizco de que fuese la voz adulta y grave quien descolgase, todo se ha diluido mucho. La era de teléfonos anclados a la pared, con teclas giratorias y sonoras, con centímetros de cable enrollado y limitado, fue el azote de la intimidad, sorteada con términos cómplices y palabras claves, con cuchicheo. Tonos de voz que fluctuaban en función del asunto. Progenitores de entonces inquiriendo desde su orejero, conversaciones de adolescentes desbocados, atados por aquella soga enrollada. Lo inalámbrico dio alas a los susurros y las confidencias. De ahí, al móvil y al sexting.

Luego llegaron las aplicaciones de citas, de aquellas primeras páginas para hacer amigos en internet, al ligoteo por catálogo; a una guía telemática de seres por conocer o no, para que te conozcan o no, historias de amor, variantes y sucedáneos, que añadir a la cesta.

Al final, todos anhelamos lo mismo, aquellos del principio, nosotros y los de ahora, llegar a estar juntos -léase presencialmente juntos- con quien elijamos.

La pandemia, como todo, también frenó historias de amor en ciernes. Personas que, tras el cortejo inicial, en sus múltiples variedades les tocaba por fin, tocarse, verse en directo y sin pantalla. Los hay que quedaron para conocerse en el pasillo de los lácteos de Mercadona de Medina Azahara, hasta los que se vieron por primera vez en sus respectivos coches en la rotonda de Hipercor y se siguieron, vehículo tras otro y altavoz activado, hasta El Arcángel y ahí quedó la primera y última cita; de haber salido bien, sería genial para contarla a sus hijos y reproducirla en la boda que nunca será.

Aún me queda una historia de amor pandémico en vigor, mi amigo Víctor nos acaba de contar que se va a Chile con Carla. Con su consentimiento y su cesta llena de lo que quieran llenarla, les contaré. Porque más allá del romanticismo de cada uno, hay cosas que llegan cuando y como llegan y hay que vivirlas.

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