Negras tormentas

Pese a los vaticinios de los comentaristas más impresionables, el "imperio burgués" puede dormir tranquilo

El psicodrama de las elecciones primarias en el partido socialdemócrata ha dejado no pocos momentos chuscos que deberían llevar a la reflexión, hasta donde ello es posible, a quienes apuestan por la sobreexposición de los políticos -tanto menos aconsejable cuando se trata de líderes tan limitados- para movilizar a los militantes o los electores, pero quizá por su intención pretendidamente simbólica merezca la pena destacar la pintoresca escena en la que el candidato ganador y sus eufóricos afines entonaron, en la noche de la victoria, el canto de la Internacional. Conforme a los parámetros clásicos del humor, la comicidad surgía del contraste entre la épica sed de justicia que transmiten las venerables estrofas del himno y el aspecto inequívocamente mesocrático del coro, cuya convicción no superaba la de una desganada función de Instituto. Verdaderamente, no parecía que los radiantes pretorianos de blando puño en alto representaran a la "famélica legión" -que de hecho sigue existiendo, de ahí el carácter obsceno, además de ridículo, de su reafirmación proletaria- en nombre de la cual se permiten hablar muchos solidarios acomodaticios que posan de comprometidos. En otras palabras y por lo que a los alegres cantores respecta, pese a los sombríos vaticinios de los comentaristas más impresionables, el "imperio burgués" puede dormir tranquilo.

Fue una sensación parecida, entre el malestar y la vergüenza ajena, a la que experimentamos cuando vemos, en algún tráiler traicionero, las acartonadas escenas de buena parte del cine español dedicado a la Guerra Civil, donde con sus impecables monos de guardarropía los milicianos -a los que sólo les falta decir compañeros y compañeras- parecen lo que son, figurantes, felizmente incapaces de disparar un tiro. Los himnos, en general, son un género problemático que o se interpreta con emoción no impostada -así ocurre con los nacionales en sociedades de fuerte tradición patriótica, como la estadounidense o la francesa, o irremediablemente adictas a la solemnidad, como la británica- o producen una impresión más bien penosa. Puede uno, por lealtad sentimental, cantarlos en la ducha -personalmente preferimos el "Negras tormentas agitan los aires, / nubes oscuras nos impiden ver..."- pero su historia merece, por así decirlo, un respeto. En el caso que nos ocupa, la indecente mascarada no dejaba de mostrar la distancia que separa a los que se disfrazan de revolucionarios -los hubo incluso en el Madrid sitiado- de los que se dejan, pero de verdad, la piel en el frente.

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