Murillo

En los pícaros de Murillo aún es posible adivinar un sincero amor a la vida y una tenue, una velada esperanza

Es Diderot quien extiende la fiebre de Murillo por la Europa del Setecientos, como será Baudelaire quien reivindique al Goya de los aguafuertes en la segunda mitad del XIX. Luego, como es sabido, sería el mariscal Soult quien diseminara su pintura por el continente, tras un exhaustivo latrocinio en los días de la invasión francesa. Y, sin embargo, no es el carácter religioso de su pintura lo que convierte a Murillo en el pintor predilecto de aquella hora (una hora que alcanzaría hasta primeros del XX); la primacía de Murillo se debe a un sentimiento que comparte inopinadamente con Fragonard y con Boucher, y también con el Chardin que pinta bodegones y retrata la tibia intimidad doméstica del XVIII. Ese sentimiento es la ternura. Una ternura que en el Rococó se inclinará o se diluirá en un vago y ondulante sensualismo, pero que en Murillo viene instigada por la piedad, por la compasión y, en suma, por la caridad que mueve, medularmente, a la Contrarreforma.

Por otra parte, esta ternura de Murillo va expresarse mediante una figura, de fuerte originalidad, que ha llegado a Europa hace apenas un siglo. Esa figura, de humanidad áspera y sobrecogedora, es la figura del pícaro. En el pícaro se resumen la individualidad acrecida del Renacimiento (recordemos que el Lazarillo es de 1554) y la funesta desazón, la ardiente melancolía, que se abatirá sobre el siglo barroco. En Murillo, no obstante, es imposible distinguir algo de la desesperación y la cólera, del afán injurioso, que mueve al Guzmán de Alfarache. En sus cuadros no hay, como en la literatura de Mateo Alemán, o como en las postrimerías de Valdés Leal, un desprecio del mundo y un recuerdo apremiante, solemne, trágico y aleccionador, de la Muerte. Si se me permite decirlo así, en los pícaros de Murillo aún es posible adivinar un sincero amor a la vida y una tenue, una velada esperanza. También la vindicación de una parte de la sociedad, oscurecida por la pobreza, que sólo a partir del Lazarillo de Tormes comenzará a dar fe de vida sobre los caminos del mundo.

Esa feliz encarnación de la esperanza, incluso en las condiciones más adversas, y el modo en que la pobreza adquiere una dignidad inusitada, son quizá las marcas distintivas del genio de Murillo. Mediado el XVII, sin embargo, Velázquez ha pintado a la monarquía Habsburgo temblando en el aire frío del Alcázar, convertidos ya en silenciosa y cruenta fantasmagoría. No hay ahí, en esa umbría palaciega, lugar alguno para la esperanza.

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