EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Misterios bancarios

EN las sociedades laicas, los bancos ocupan el lugar que las iglesias ocupaban en las sociedades religiosas, y supongo que eso explica que las oficinas bancarias se vayan pareciendo cada vez más a una extraña mezcla entre un restaurante de Ferran Adrià y un santuario sintoísta (y escribo sintoísta porque nadie sabe muy bien qué se adora en un santuario japonés, ni siquiera los japoneses que van a rezar allí). Si nuestras abuelas encendían una vela a santa Rita de Cascia, con la esperanza de que intercediera por todos sus nietos, nosotros depositamos nuestro dinero en los bancos con la esperanza de que nos dé algún fruto, siquiera sea un 0,10% de interés. Por supuesto que el ceremonial y la liturgia son distintos en las iglesias y en los bancos (las iglesias tienen a Bach; los bancos, a Julio Iglesias), pero en el fondo todo se reduce a una cuestión de fe. En las iglesias depositamos nuestras almas, en los bancos depositamos nuestro dinero. Y por eso mismo los asesores financieros hacen un trabajo que se parece mucho al de los antiguos directores espirituales. Suelen aconsejarnos moderación y templanza, pero también un vigoroso gesto de audacia en los momentos decisivos, cuando haga falta demostrar la solidez de nuestra fe. Y nosotros les escuchamos cabizbajos, con los ojos entrecerrados y las manos sobre el pecho, mientras repasamos mentalmente las cotizaciones del Íbex, el nuevo catecismo de nuestra época.

Si nos fijamos bien, las diferencias entre los bancos y las iglesias van desapareciendo de forma muy sutil. Cada vez es más frecuente que la gente se santigüe al entrar en un banco, por ejemplo. Y al paso que vamos, no tardaremos en ver entrar de rodillas a los clientes que van a solicitar un crédito. E incluso es probable que los veamos entrar a rastras, como hacen las mujeres mejicanas cuando le suplican a la Virgen de Guadalupe que su marido deje ya de beber.

En términos teológicos, la estafa del financiero Bernard Madoff, que ha conseguido engañar a algunos de los más importantes banqueros europeos, es una hazaña equiparable a convertir al islamismo (¡o al ateísmo!) a medio colegio cardenalicio de Roma. Porque esos banqueros sabían -o se supone que sabían- cómo se usa el dinero que guardan en sus bancos. Y si les ofrecían intereses muy superiores a los normales, del orden de un 15%, alguna vez tendrían que haberse preguntado de dónde iban a salir los beneficios, que no podían llegar por las vías normales. Entonces, ¿de dónde iban a salir? ¿De la prostitución? ¿De la venta ilegal de armas nucleares? ¿O del coltán de las guerras del Congo? Éste es el misterio que me gustaría resolver. Habrá que rezarle a santa Rita de Cascia, a ver si nos desvela el secreto.

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