Corría 1992, el año de la Olimpiada de Barcelona, el mismo en el que ella comenzó una carrera contrarreloj intentando aferrarse a la vida. Apenas había cumplido los 23 años cuando la existencia se le escapaba poco a poco por una miocardipatía que iba mermando su pequeño gran corazón. Cuando el cardiólogo José María Arizón del Prado del Hospital Reina Sofía de Córdoba le comunicó a sus seres queridos que ella necesitaba un trasplante de ese órgano, a estos se les cayó el mundo encima. Peor fue verla llorar en ese momento imborrable en el que en la habitación del hospital, a solas, el mismo doctor, tras cogerle la mano, le dijo que debía ser fuerte antes de hablarle de que sólo la salvaría ese trasplante.

Tanto ella como sus seres queridos intentaron hacer de tripas corazón y ser lo más positivos posibles después de un anuncio que hizo que se les parara el mundo, un anuncio de esos que hacen que te des cuenta de que en la vida se le dan importancia a muchas cosas que no son tan importantes, que muchas de nuestras preocupaciones cotidianas son vanidad, que los planes de futuro son sólo eso, porque la vida es un soplo que se te puede escapar en un instante.

Fueron dos meses viviendo en el hospital esperando un corazón, una vida totalmente al día en la que ella y sus seres queridos se sintieron totalmente arropados, como si de una nueva familia se tratara, por todo el personal de Cardiología de esa planta cuarta del Hospital Reina Sofía, desde médicos a enfermeras, pasando por los ATS, celadores y auxiliares. Todos ellos, con la máxima de las profesionalidades, consiguieron que esas semanas fueran más llevaderas, esas semanas teñidas de incertidumbre con altibajos de esperanza y miedo a un desenlace u otro.

Finalmente, el corazón llegó gracias a uno de los mayores actos de caridad y amor que una familia puede ofrecer, el de donar un órgano de un hijo -en este caso un joven que falleció en un accidente de motocicleta- a una persona desconocida, una decisión que entiendo que es muy difícil de tomar tras el dolor que supone perder a un hijo, pero que no es otra cosa que regalar lo más preciado que tiene el ser humano, la vida, cuando ya es imposible que esa persona que se ha ido viva la suya. El doctor Manuel Concha fue el cirujano cardiovascular encargado de obrar ese milagro de sustituirle a ella su corazón marchito por ese corazón nuevo que le daba una segunda oportunidad.

Ella es uno de los mil casos que han recibido un órgano sólido procedente de las mil personas que -además de las otras mil que han hecho lo propio con su médula ósea- hasta el momento han regalado vida en el Hospital Reina Sofía, un complejo que estos días conmemora la Semana del Donante con el hastag #MilGraciasMil. Mil gracias mil a todos ellos de parte de ella y de la mía.

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