La admiración la tengo configurada como un elemento esencial de la mayoría de las relaciones que establecemos, básicamente de cualquier tipo. En el amor es, sin duda, imprescindible. Sentir admiración por la pareja se me antoja ingrediente y requisito necesario para que la relación pueda dar cualquier paso adelante, avanzar y, sobre todo, consolidarse. Que al escuchar al otro, al constatar comportamientos y actitudes, apreciemos virtudes que valoramos y justifiquen el sentimiento hasta confirmar que es la persona. Elegimos vivir acompañados por personas que son mejores y nos hacen mejores. En esa elección, más allá de la pareja, nos rodeamos de amigos -me refiero a nuestro ramillete más vip, los selectos-, con quienes nos confesamos, con quienes desnudamos debilidades y dudas, inseguridades y miedos, con quienes abordamos preocupaciones y las decisiones importantes de nuestra vida, los que hemos legitimado para que opinen, para que nos juzguen. Esos son ellos porque nos hacen mejores. En nuestro espacio profesional, los más afortunados también intentamos, en la medida de nuestras posibilidades, rodearnos de quienes aportan, de quienes tienen aptitudes, conocimiento y capacidad para enseñarnos, para motivarnos, para hacernos crecer. También éstos, se ganan la admiración por méritos propios.

El problemilla viene cuando se nos escapa de la elección y nos vemos rodeados, por necesidad o imperativo -inevitable al fin y al cabo en una u otra medida para todos- de sujetos que nos dirigen, nos gobiernan, nos legislan o nos gestionan. Se erigen en compañía de alguna manera; individuos nada admirables, sin cualidades ni virtudes destacables. Son los mediocres.

Ahí nos topamos con esos que nos desmontan el argumento y que trastocan la dinámica. Sufriendo en nuestros días la sombra de aquellos que, sin ser referente de nada, ocupan algún espacio de nuestra rutina; que sin espíritu alguno nos atascan, no resuelven, carentes de liderazgo y en los que no podemos si quiera vislumbrar alguna virtud que nos motive para creer en el proyecto, nos impulse o nos active en ese objetivo que debería ser común. Y los sobrellevamos, sin entender por qué están ahí, sin aportarnos, sin enseñarnos y sin alcanzar a ver alguna cualidad que nosotros no tengamos, nada convencidos de ninguna explicación medio válida para asimilar qué sentido tiene que sean ellos. Sentirte mejor que tu pareja, que tus amigos, que tu jefe, que tus gobernantes, no suma, estanca. Sentirte rodeado de mediocres, no te hace pulsar el botón de la superación, desmotiva.

Rodeémonos de los mejores, de los que nos hagan mejores y nos hagan crecer y, los mediocres que se cuelen, sirvan para reforzar nuestra admiración por los admirados.

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