LA plaza de Los Gitanos despidió el año por martinetes. El palo más triste del flamenco, "libérrimo y desolado, como el lamento nocturno de una tribu errante bajo la lunaý" -que escribió Ricardo Molina tan cerca de aquel lugar- despidió a La Tomata.

Sonaba la "melodía plañidera" en los poyetes donde solía sentarse Ana Carrillo, al llegar el tiempo de la dama de noche, con sonoros pies desnudos hinchados por un tiempo de cristales.

Este año, cuando venga agosto, no volverá a la verbena del Triunfo, ni se la verá con los últimos testigos de la farándula desvencijada de los cincuenta. Travestís de El Montes y La Flor; los de la Córdoba de chaquetas blancas y gafas de sol negras; la de la doble moral, el yugo, las flechas y los fajines; la de los toreros y la canción española; del tablao de El Zoco y Los Califas o los maridos machos que "soltaban plumas en la Ribera" -como contaba La Paquera-. La Córdoba de una etapa que se fue con ella, mucho antes de sonar estos martinetes.

La gitana del blanco y negro, a la que nunca se le escucharon taconeos, bailaba con los pies desnudos. Nada han inventado ni exportado a Nueva York las nuevas figuras. Imitaron a La Tomata, pero nunca supieron bailar como ella. Porque bailar es hechizar con el pelo, contonearse, mirar como sólo ella sabía. Así enceló a Córdoba y así conquistó Madrid.

Pero un día La Tomata no tuvo ojos -aquellos ojos de luto- sino para un hombre y, como en la copla de María la Portuguesa de Carlos Cano, aquel "amor desgraciado" la arrastró de nuevo hasta Córdoba, y le pintó dos cercos cárdenos bajo la mirada, tan negros como las noches de la ciudad de donde nunca volvió a marcharse. La gitana, alquilaba entonces su arte, llegando a hacer "doblete" por las juergas flamencas de los señoritos. Las familias monoparentales no se habían inventado. Aquella mujer pluriempleada, para alimentar a su hija, echaba mano de alguna recién parida del Alcázar Viejo. Época de madres de leche, pucheros compartidos en las casas de vecinos y solidaridad entre iguales, que ya quisieran muchas teóricas del feminismo actual.

Se ha muerto, olvidada, con una paga miserable. Pero obtendrá gloria, sitio en el callejero de Córdoba y verbo en las lenguas de quiénes, hasta hace tres días, la ignoraron. Se ha muerto La Tomata. Viva La Tomata. Al fin y al cabo esto es Córdoba: una ciudad para morir y, en el caso de sus artistas, para después de morirse.

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