¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Manolo Prado

Las memorias de Prado nos recuerdan lo mucho que la Transición tuvo de arrojo personal. También de chanchullo

La editorial Almuzara publica ahora, diez años después de que se escribiesen, las memorias de Manuel Prado y Colón de Carvajal, conocido también en los círculos del poder como Manolo Prado o, cuando la mala leche brillaba en los ojos, El Manco, en alusión a la terrible lesión que le dejó un accidente de tráfico. El manuscrito llevaba ya tiempo dando vueltas y son muchos los que aseguran haberlo leído antes de llegar a las librerías. Por nuestra parte, supimos de su existencia desde su gestación, cuando el periodista y escritor Javier González-Cotta, fakir de la sevillana calle Feria y colaborador habitual de estas páginas, dedicaba largas horas de trabajo a pulir y ordenar los materiales que salían de la noble frente de Prado. El discreto y zorruno González-Cotta poco o nada hablaba de aquella labor, pero alguna vez evocó la figura de un hombre de corte ya abandonado por sus antiguos amigotes, consciente de la cercanía del final y habitando una elegante casa de la Avenida de la Palmera a la que alguna vez llamaba la reina Sofía para preocuparse por su estado de salud.

Nadie busque en el libro, titulado por algo Una lealtad real, el desvelamiento de secretos históricos fundamentales o un acopio de pruebas para levantar la guillotina en la Plaza de Oriente. Sus páginas, justificativas como la mayoría de las memorias que conocemos, contienen, sin embargo, un interesante anecdotario que ayuda a reconstruir la historia más íntima del entorno del rey Juan Carlos. Algunos episodios, como aquel en el que Jordi Pujol, cual tata vieja, le limpia el pescado, se sitúan entre lo cómico y lo entrañable; otros, como su viaje a Rumanía por encargo del Rey para entrevistarse con Ceaucescu durante las maniobras previas a la legalización del PCE, nos recuerdan lo mucho que la historia de la Transición tuvo de audacia y arrojo personal (también de chanchullo), así como de la firme decisión del monarca de traer la democracia a España. Sobre esos otros asuntos, como los negocios que se pudieron hacer en el camino, se extiende un paño de pudor.

Manuel Prado fue, ante todo, un monárquico convencido, devoción que no le impidió hacer fabulosas operaciones, alguna de las cuales le llevó a la trena. Como el Duque de Lerma, pensaría que su condición de favorito y sus desvelos por la Corona le legitimaban para ciertas actividades que estaban prohibidas para el resto de los mortales. Sobre todo, fue una figura inimaginable en la España de hoy. No porque ya no haya compadreos (que los sigue habiendo a miles), sino porque estos se hacen con infinito menos donaire.

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