Reloj de sol

Joaquín Pérez-Azaústre

Llamazares, poeta

HA dicho Llamazares, ese bastión castrista de la izquierda, que el discurso de Navidad del Rey "despide un aroma en exceso triunfalista y electoral". Tenemos, entonces, que el coordinador general de IU se pone lírico por Navidad como el Rey, según él, es optimista. Que el Rey se ponga optimista, en todo caso, tiene un efecto sedante para España, porque es capaz de pulir un cierto consenso por un día: porque, al día siguiente, Gobierno y oposición se dan la mano, y esto es algo que sólo logra el Rey. Sin embargo, que Llamazares se nos ponga lírico, en plan poeta social pero en plan cursi, un poco Alfonsa de la Torre que no llega a curtirse a lo Celaya, con esto de que el discurso del Rey "despide un aroma", es una catástrofe verbal, un desastre ecológico en ese medio ambiente del idioma, un tsunami metafórico.

Llamazares, además de poeta lírico y marchito, dice que en el discurso real echó de menos un "mayor realismo en relación a la situación de España", y que encontró el mensaje con "ribetes triunfalistas y autocomplacientes, en el cual básicamente se reafirman la Monarquía y la Constitución". A partir de aquí, cuando Llamazares deja a un lado su escalofriante lado oculto de rapsoda en la crítica política, comienza su discurso de calado, que en cuanto a construcción, aporta poco. Si el triunfalismo y la autocomplacencia, para Llamazares, consisten en denunciar la falta de unidad política, los asesinatos de mujeres y los crímenes cometidos en la carretera en plan disparadero a lo farruco, armados de copazo y de motor, entonces sí, el discurso del Rey fue autocomplaciente y triunfalista. Sin embargo, llegamos a dudar que Llamazares escuchara el mismo discurso del Rey que los demás. "Se echan de menos referencias a la situación de la juventud en la precariedad laboral, a la desigual distribución de la renta, la injusticia social y la pobreza, así como referencias a retos tan importantes como la inmigración o el cambio climático". Llamazares no escucha o no se entera, que también puede ser, porque de todo esto charló el Rey. Llamazares tiene la bandera de la República, esa bandera santa, hecha de sangre, de exilios y misterio, de romanticismo y hambre, de heroicidad y coraje, puesta como una venda ante los ojos; también como tapones de cera en los oídos, quizá como Odiseo con las sirenas, buscando así escuchar su propio canto por encima del cántico real. Para un político como Llamazares, incapaz de condenar una dictadura a lo soviético, pasada por calores caribeños, que asola a los cubanos con rigor, cualquier crítica al Rey es un chascarrillo democrático.

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