La expresión pacto de perdedores hizo una cierta fortuna en el centro derecha, especialmente en Andalucía, allá por el año 2015 cuando tras las elecciones municipales y autonómicas celebradas ese año socialistas, comunistas, podemitas -y todo el que pasaba por allí- pactaron en no pocos ayuntamientos y parlamentos autonómicos con el único objetivo de desalojar al Partido Popular del poder. Era esa expresión tan desafortunada en aquel entonces como lo es ahora cuando quienes propiciaron aquellos acuerdos reproducen los argumentos y algunos se rasgan las vestiduras, llamando incluso a rodear el Parlamento andaluz durante la sesión de investidura del nuevo presidente de la autonomía. La izquierda andaluza, y la española (la del Estado, dirían ellos) en general, ya se sabe, es muy dada a la ley del embudo, a recetar lo estrecho a los demás reservándose lo ancho, poniendo, además, cara de interesante.

Los antes llamados pactos de perdedores -confiemos que la expresión desaparezca- son la consecuencia lógica del desgraciado fin del bipartidismo, que acabaremos añorando, y de las diferentes leyes electorales que padecemos. No son sólo legales y políticamente legítimos (excluyo obviamente un acuerdo con Bildu o con golpistas, ilegítimo e inmoral) sino inevitables. En ocasiones conducen a gobiernos Frankenstein como el que sufre Córdoba, sin más objetivo en el horizonte que la obtención y el mantenimiento, ni siquiera el ejercicio, del poder y en otras pueden conducir a gobiernos eficaces, renovadores y transformadores como el que, intuyo, tiene en mente Juanma Moreno. Esos pactos no son, pues, ni buenos ni malos en sí mismos. Lo relevante es la existencia -o no- de un programa bien definido y la selección y elección de las personas adecuadas para su desarrollo.

Dicho esto, ahora que unos y otros han sufrido en sus carnes la amargura de ser el más votado sin que ello suponga el acceso al poder, y que los electores hemos sufrido en las nuestras algunos experimentos poco afortunados, quizá sea el momento en el que de una vez por todas se aborde la imprescindible reforma de la legislación electoral en España, de modo que, por un lado, los pactos postelectorales los definamos los ciudadanos y no las cúpulas de los partidos en función, en ocasiones, de intereses particulares (¡doble vuelta ya¡) y que, por otro, los intereses generales prevalezcan y las decisiones que afectan a todos no se puedan ver secuestradas por concesiones (entonemos todos algún mea culpa) a independentistas, golpistas y chavistas de distinta intensidad y condición.

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