Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Jesse Owens en Pekín

LOS periodistas destacados en Pekín han descubierto lo que todo el mundo sabía: que en la China comunista no se respeta la libertad de información, y por ende la libertad de prensa. En China, en suma, no se respeta ninguna libertad que no vaya colgada del prestigio sonante y carterista de un puñado de euros, y es por eso que los Juegos Olímpicos han sido recibidos como un espaldarazo hacia un futuro que tiene más de bucle invertebrado, de serpiente con dos cabezas locas, el capital y el marxismo represor, que de apertura democrática. Cualquier web que verse sobre derechos humanos en general, en China en particular y no digamos ya sobre la masacre sangrienta en pleno Tibet, se bloquean en China no sólo para los usuarios nacionales de la red, sino también para los corresponsales deportivos de ese otro lado del mundo democrático, imperfecto y trivial, oscuro y brillante, comprometido y frívolo, que ha sido invitado a este sarao. En Pekín, los Juegos Olímpicos son el mismo sarao infecto que fueron en Berlín en 1936, cuando un negro llamado Jesse Owens le restregó a Hitler por la cara de nazi con la estaca atragantada nada menos que cuatro medallas de oro, cuatro metales áureos ganados por un norteamericano, afroamericano ahora, que era negro y duro como el betún pedernal, un verdadero antílope de ébano.

Jesse Owens era el "Antílope de ébano", Jesse Owens fue un héroe, y Hitler se negó a saludarlo: pero él mismo confesó que tampoco Roosevelt le recibió en la Casa Blanca después de haber ganado la gloria inmarchitable de los Juegos. En Berlín, poco antes, mientras se ensalzaba la Alemania nazi del mismo modo que ahora se celebra la China comunista, la propaganda gubernamental publicitó la supremacía de los arios y la inferioridad, incluso en la capacidad craneana, de los bastardos de Renania, que era como llamaban a los negros. Owens ganó, entonces, la medalla de oro en los 100 metros lisos, en salto de longitud, en 200 metros lisos y en el equipo de relevos. Jesse Owens se convirtió en un ídolo en Berlín, y hasta le dejaron hospedarse en los mismos hoteles que los blancos; pero luego, en su regreso a EE.UU., recuperado su empleo de botones en el hotel Waldorf-Astoria, debía seguir viajando en la parte de atrás del autobús, entrando por la puerta del servicio, en esa puerta trasera rugiente y combativa de la vida.

Ahora, en Berlín hay una calle llamada Jesse Owens, pero el Comité Olímpico Internacional vuelve a enriquecer, con los Juegos Olímpicos, a un Estado dictatorial, del mismo modo que hizo con la Alemania nazi. ¿Sirvió entonces de algo, atemperó a la bestia? Tampoco parece que ahora vaya a servir de mucho. Si existiera honradez pura, habría que haberse negado a asistir al engorde del pavo carnicero.

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