Vista aérea

Salvador Gutiérrez Solís

Isabel

ESPERO que las exigencias del artículo semanal, los plazos que te marca, la intensa vigilancia del reloj, los biberones y los pañales, no me impidan describir en palabras, tratarlo al menos, todas las emociones que me han rozado durante la última semana. El pasado lunes, cuando la noche cerraba, nació Isabel, mi segunda hija -tres años antes llegó Israel-. De nuevo en Huelva, en el hospital de nombre borbónico, Infanta Elena, entre trigales y brumas, muy cerca del océano. De nuevo rondando las once de la noche, como si esa hora escondiera una clave secreta que abre, de par en par, las puertas de la vida de mi mujer, Carmen. De nuevo Angustias junto a la camilla, sonrisa y nubes en la mirada, pendiente de hasta el más pequeño detalle, segura y tenaz. De nuevo el sonido de las contracciones en la sala de dilatación, que es una mezcla de submarino y sauna por sus sonidos y temperatura; la bata verde, los gritos de otras mujeres, el llanto de los recién nacidos, los guantes de látex. De nuevo los nervios, los paseos sin dirección, los cigarrillos no saboreados, el corazón maltratándote el pecho, en la antesala; los besos, las risas nerviosas, las frases descontroladas, las lágrimas felices en el anhelado desenlace. De nuevo los cientos de mensajes y de llamadas de felicitación, los ramos de flores y las cajas de bombones que ruedan entre las sábanas, de amigos y familiares compartiendo tu misma alegría. De nuevo el miedo, no saber cómo utilizar las manos, la sonrisa imperturbable… de nuevo la recuperación de un pasado nunca olvidado a través de la gozosa realidad del presente.

Antes de nacer Isabel pensaba que iba a sentir las mismas emociones que con el nacimiento de Israel, y que, por tanto, aún disfrutándolas, serían menos intensas, menos sorprendentes, más relajadas, más tranquilas. No podía estar más equivocado. Contemplar el nacimiento de un hijo siempre es un momento mágico, diferente, único e irrepetible. Aunque el guión se cumpla secuencia a secuencia, aunque el decorado se mantenga inalterable, es una nueva historia, todo se vuelve a vivir por primera vez, o es como si fuera la primera vez. Aunque tal vez si haya una gran diferencia, al menos en mi caso. Los días previos, cuando sentía cerca la llegada de Isabel, en mi interior deambulaban sentimientos muy contradictorios. Por un lado, el de la expectante alegría por la inminente llegada, pero, por otro, algo que me es muy difícil de explicar. Una especie de angustia, de zozobra, temeroso de que mi primer hijo, aún pequeño, Israel, pudiera quedar desasistido, de que no le dedicara el tiempo que requiere, de que pudiera percibir que compartía afectos y cariños, en un segundo plano. Este sentimiento aún pervive, y aunque cada día disminuye, me esfuerzo en que desaparezca lo antes posible.

Todo transcurrió en apenas doce horas. Tras el ingreso hospitalario, Carmen comenzó a sentir las primeras contracciones a primera hora de la tarde. Una vez en la sala de dilatación, la célebre y efectiva epidural consiguió rápidamente aminorar el dolor. Alcanzada la noche, cuando creíamos que Isabel no nacería hasta el martes 29, cerca de las once, la matrona nos advirtió con una sonrisa que había llegado el momento. Ponte Angustias rápido la bata que esta niña sale en menos de cinco minutos, creímos que se trataba de un broma, y reímos la frase. Nada más acomodarse Carmen en el paritorio, y acompañando la primera contracción con toda la fuerza que aún permanecía en su interior, Isabel nació. Incrédulos, todos lloramos, nos abrazamos, felices. Calmada y morena, mimosa y menuda, Isabel abrió sus grandes ojos y nos miró, puede que tratara de certificar si había acertado con la imagen que se había imaginado de quienes le habían hablado y cuidado durante nueve largos meses. Ahora, Isabel duerme a mi lado, ya ha invadido nuestra casa de rosas y dulzura, de ilusiones y de futuro. Su hermano se asoma a su moisés, quiere besarla y, de paso, robarle el chupete. Ella ya nos ha robado el corazón.

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