Todo lo que sigue se refiere por supuesto al primer mundo, único del que contamos con números fiables. Aun con tan importante carencia, hace años que múltiples estudios vienen poniendo de manifiesto que la inteligencia humana está disminuyendo. El más reciente, publicado por el Centro de Investigación Económica Ragnar Frisch de Noruega, afirma que a partir de 1975 el coeficiente intelectual de los noruegos decrece a un ritmo de siete puntos por generación. El dato, ya les digo, es similar a otros obtenidos anteriormente en Gran Bretaña, Finlandia o Francia. Si a lo largo del siglo XX se había registrado un crecimiento exponencial en los resultados de las pruebas de este tipo, debido, en teoría, a la mejora de las condiciones sociales y sanitarias tras la Segunda Guerra Mundial (lo que se conoce como efecto Flynn), algo ha pasado en las últimas cuatro décadas para que las cifras caigan en picado.

Si analizamos las causas que sugieren los expertos, podemos dividirlas en dos grandes grupos: aquellas que ponen el acento en disfunciones surgidas en nuestros hábitos e instituciones (el deterioro del sistema educativo, el abandono de la lectura, el abuso que hacemos de la informática; factores relacionados con la nutrición: el uso de pesticidas, el consumo de alimentos procesados o la fluoración del agua; las consecuencias genéticas del comportamiento de los más inteligentes, que tienen hoy menos hijos que antes, dejando así el futuro en manos de los menos dotados pero mucho más prolíficos) y las que, menos alarmantes, se centran en el propio método, esto es en la inutilidad que empiezan a mostrar los test de IQ para cuantificar la nueva inteligencia desarrollada al abrigo de un universo diferente y digital. Hay quien subraya, incluso, el disparate de que sean las personas mayores, en las que ciertas capacidades intelectivas se aminoran, las que más test de inteligencia realicen, distorsionando de este modo las muestras y creando una falsa imagen de estupidez creciente.

Sea como fuere, ante la avalancha de hipótesis uno sólo puede guiarse por sus observaciones: el exótico elenco de líderes electos, el ascenso del infantilismo buenista, el éxito arrollador de los populismos simplistas, la memez con la que nos enredamos en disputas de parvulario, me hace temer lo peor. A este paso, los envalentonados tontos contemporáneos, tan lenguaraces y numerosos como sandios, acabarán heredando la tierra.

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