La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Incierto septiembre

Quién podía imaginar que en el siglo XXI íbamos a sufrir una epidemia que paralizaría el mundo

Aunque no se vaya de vacaciones y aunque se trabaje, agosto, ya sea realidad o sugestión, tiene para la mayoría un grato aire de suspensión de las más agobiantes obligaciones, de intermedio, de pausa, de cámara lenta, de tener el tiempo un poco más en las manos. Y creerse dueño del propio tiempo es una de las ilusiones más gratificantes. Pero ayer, en su último domingo, murió agosto y hoy, no el martes, ya será septiembre con toda su carga de obligaciones y, este año, de amenazas e incertidumbre: ¿quién podía imaginar que en el siglo XXI íbamos a sufrir una epidemia que paralizaría el mundo, congelaría la vida de las grandes ciudades, hundiría las economías y mataría, hasta ayer, a 837.353 personas en el mundo y entre 29.011 y 45.000 en España (porque ni el número real de víctimas han sido capaces de establecer quienes nos gobiernan).

Ni los peores escenarios podían imaginar antes de enero y febrero de 2020 que este año habría de volver a cabalgar por el mundo el apocalíptico jinete de la peste: "Se presentó un caballo verdoso. Al que lo montaba lo llamaban Muerte… Se le dio poder para exterminar a la cuarta parte de los habitantes de la tierra por medio de la espada, el hambre, la peste y las fieras". El orgulloso primer mundo ha sido humillado. Y con él su orgullosa ciencia. Poco antes de la explosión de la pandemia científicos tenidos por rigurosos afirmaban que en no muchos años todas las enfermedades estarían vencidas, la longevidad alcanzaría los 140 años e incluso hubo alguno -como el controvertido profesor José Luis Cordeiro, formado en el MIT y Georgetown- que puso fecha a lo que llamó la "superlongevidad", el año 2029, e incluso a la inmortalidad: 2045.

Puede ser. Ojalá. Pero de momento un virus nos está matando o haciendo enfermar por miles y ha cambiado las vidas cotidianas de todos los ciudadanos del mundo cogiendo por sorpresa a los científicos. Lo que no significa -no me metan el saco de los negacionistas majaretas cuando no canallas, como el tipo detenido en Zaragoza- que la ciencia no sea lo único que tenemos para luchar contra el bicho. Pero esta tragedia debería rebajar su soberbia. Y nuestras sociedades deberían reconsiderar su desprecio a las Humanidades, poseídas por la euforia tecnocientífica. Vivir es importante, pero hacerlo con sentido no lo es menos. Lo demuestra que el suicidio es la primera causa de muerte externa en nuestro país.

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