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En la histórica sesión –es el primer país del mundo que lo hace– en la que se blindó el aborto introduciéndolo en la Constitución por la abrumadora mayoría de 780 votos a favor y 72 en contra, el primer ministro, Gabriel Attal, dijo: “Vuestro cuerpo os pertenece y nadie tiene derecho a disponer de él en vuestro lugar”. Durante la multitudinaria celebración en el Trocadero un letrero luminoso repetía en la torre Eiffel: “Es mi cuerpo, yo decido”. En Le Monde Solène Cordier escribía: “La entrada de la interrupción voluntaria del embarazo en la Constitución es un momento histórico… Consagra la libertad de las mujeres para disponer de sus cuerpos”. Francia es la cuna de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y una democracia. Attal es un joven político incontestablemente demócrata. Cordier es una periodista seria especializada en cuestiones de bioética y familia. Le Monde es un diario prestigioso. Pero todos han mentido. El aborto –se esté a favor o en contra– no es solo una decisión sobre el propio cuerpo sino sobre otro al que se da muerte. Es una mentira tantas veces repetida que para la mayoría se ha convertido en una verdad.
Una democracia tiene legitimidad para legislar sobre la vida y la muerte. Tan democrática es la pena de muerte en varios estados de esa otra fuente universal de los derechos humanos que son los Estados Unidos –Declaración de Derechos de Virginia en 1776, 13 años antes de Francia– como el aborto. ¿O no se mata en ambos casos? Lo que no obsta para que algunos –muy pocos– lo consideremos, como la pena de muerte, un homicidio legal. Pero que no se mienta. No se trata de decidir sobre el propio cuerpo, sino sobre otro que vive en el de la gestante. Y que no se calle que evidencia un dramático fracaso de la educación y la responsabilidad sexual –en 2022 Francia alcanzó el siniestro récord de 234.300 abortos– al usarse como un bárbaro medio de elección de la maternidad cuando los métodos contraceptivos están al alcance de todos.
“El aborto es un homicidio”, ha dicho el papa Francisco. “En la época de los derechos humanos universales no puede haber un derecho a suprimir una vida humana”, ha manifestado la Pontificia Academia para la Vida tras la votación francesa. Palabras tan necesarias como inútiles. Esta es una batalla perdida que me hace recordar el título de un libro de Günther Anders: Nosotros, los hijos de Eichmann.
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