Cambio de sentido

Halloween y 'tosantos'

Lo que me hace no comulgar con Halloween es su insoportable tufo comercial

Pensé que eran muñecos los cuerpos jóvenes que, ante nuestros ojos, morían en directo entre el estertor y las embestidas de las manos que trataban de hacerles revivir el corazón. Sucedía en una calle angosta de Seúl o, hace diez años, en la discoteca Madrid Arena. Ahora y entonces, fue idéntica mi sensación desconcertada y el escalofrío: la auténtica muerte se fundía con los disfraces de impostados muertos terroríficos, lo que nos amplificaba por dentro el desasosiego.

Ayer, Jesusito, mi sobrino de tres años, fue al cole disfrazado de árbol otoñal. Celebro que su maestra no pida que lo vistamos de zombi o de sepulturero cojo, en casa nos hubiéramos negado. Los fantasmas a los que juego con él son un trapo, bajo el que -lo sabe- está su tita deseando atraparle para darle su merecida ración de cosquillas. No pretendemos escamotearle la idea de muerte o la emoción del susto, sino no forzarla, respetar desde dónde se juega y se va entendiendo, poquito a poco, el cuentecito de lo visible y lo sutil, esta danza ceremonial tan bella entre quienes estamos y quienes se fueron pero no del todo, pues guardamos su memoria y su fuego dentro del pecho.

Lo que me hace no comulgar con Halloween no es el choque cultural y la elección entre tradición o moda, ni el abrirme a adoptar otras costumbres: es su insoportable tufo comercial, su condición de producto de la industria del entretenimiento. Las cosas ya no pueden ser sencillamente placenteras o divertidas, han de ser ante todo un negocio lucrativo, dejar pasta, ser cifra en un chungo power point. La pizza de La Montecarlo, en Roma, y la del Telepizza se llaman del mismo modo, pero ontológicamente nada tienen que ver. Escucho por la radio que Halloween en Madrid vive un auge tal (restaurantes, discotecas, espectáculos, cine, atracciones, escape rooms…) que ya le echa la pata encima a la mismísima Nochevieja. Hay formas de fabular, explorar e incluso inventar rituales que -más que desobedecer- no obedecen a los dictados de los poderes económicos y políticos. Esas son las auténticamente del pueblo.

El director de un importante museo etnográfico me contó que cierta antropóloga puso el grito en el cielo porque unas antiquísimas mascaradas de un pueblo de Zamora habían comenzado a incorporar elementos actuales. "¿Y por qué no, si la gente de ese pueblo así lo considera?", le espetó. Las celebraciones no son fósiles en vitrina. Ni tampoco plastiquete deformable a intereses del mercado

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