El pasado sábado por la mañana me escribió un amigo para mostrarme su entusiasmo por el discurso del nuevo presidente del Partido Popular ante su plenario. Me decía que creía que Casado podía recuperar lo mejor del PP. Yo no estuve muy comunicativo; no había seguido la intervención, cosas del campo, pero -para no parecer demasiado despreocupado- le referí que la tarde anterior escuché enterito el último discurso de Rajoy como líder de los conservadores, cosas del coche entre el bendito campo y la obligación incómoda en Jaén. Se han repartido las cartas del juego político de nuestro país y ningún profeta se habría ganado el sueldo previendo este escenario un año antes, incluso seis meses antes. Vale, apuremos, acabando el mes de mayo, cuando el PP aprobó sus presupuestos. Desde entonces, un nuevo presidente gobierna el país, con un gobierno socialista monocolor, aupado al puesto por una extraña coalición de intereses diversos con un elemento común: el derribo de Rajoy. Derribado, dejó un partido casi derruido que se introdujo con la fe del converso en unas primarias complejas a doble vuelta que han llevado a un diputado de Ávila al liderazgo del PP.

Hay un elemento común en las sorpresas de Sánchez y la de Casado. Ambos han conquistado el espacio, u ocupado, según se quiera, desde posiciones más ideológicas en apariencia que las de sus predecesores, inmediatos en el caso de Pablo Casado, más embrollados en el de Sánchez. Los dos han reivindicado una posición política presuntamente clara: del somos la izquierda de Sánchez al todo a la derecha del PSOE de Casado. Resurrección de la dicotomía clásica derecha-izquierda, que al final frustra a propios y extraños, porque la acción de gobierno es exclusivamente posibilista, más allá de los gestos y las imposturas. Son nuevos, sí, pero es una novedad corta. De todas formas, acostúmbrense, porque ni el gobierno es provisional ni la derecha ha montado este cirio para quemarse a lo bonzo.

EL riesgo que sugiere la costumbre es creer que estemos condenados a repetir cíclicamente los errores pasados. Estoy convencido de que no tiene por qué ser así. Si los países se gobiernan desde el centro y la moderación, a esto me refería con el posibilismo antes, no hay ninguna razón para sostener que la supuesta ideología, ciertamente utilizada para simular una pureza de origen o una bondad predispuesta, nos regale desde el Ejecutivo presente o futuro una gestión política maravillosa. La dicotomía real, la de la gente que se levanta temprano es otra: si las cosas funcionan o no, sin pedir el carné a quien las proponga y, mucho menos, a quien las lleve a cabo.

Hay una oportunidad frente a la radicalización de las opciones clásicas para contentar a sus bases: optar por quienes seduzcan a los votantes con soluciones que hagan que esto funcione. Radicalmente apartados del radicalismo.

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