No es una buena noticia para España que los dos partidos que propusieron una coalición moderada en 2016 mantengan una hostilidad tan acusada. Y no es beneficioso, porque España necesita en esta coyuntura mesura y estabilidad, y el frentismo no las va a proporcionar. El sistema político español se encamina hacia un big bang, un nuevo comienzo, con una distribución distinta del peso de los partidos. Todo va muy deprisa en una situación que supera la modernidad líquida de Bauman y que Innerarity llama gaseosa. En pocos años hemos pasado del bipartidismo a cuatro grandes formaciones, y en abril podemos tener un quinto contendiente nacional, si Vox logra hacer el hueco.

La confusión y los bandazos son de tal calibre que los electores más que votar van a apostar dentro de dos meses, a ver cómo les sale el envite. Sánchez y Rivera, los líderes de PSOE y Ciudadanos que intentaron hace tres años aquel gobierno, enterrado en cal viva por Pablo Iglesias, no se hablan en este momento. Y sin embargo, casi rozarían la mayoría absoluta, con una suma aritmética mejor que la de entonces; representan a las dos marcas que más simpatías despiertan en los sondeos y son los líderes más valorados.

Pero desde la moción de censura de mayo pasado Rivera tiene un complejo de usurpación con Sánchez; las encuestas le daban ganador en unas eventuales elecciones anticipadas hace un año y ahora marcha tercero en las preferencias. Perdió su oportunidad y en esas circunstancias ha demostrado falta de solidez. Desnortado, llegó a votar en contra de la moción de censura a Rajoy, cuando lo razonable habría sido una abstención. Su alineamiento con el PP desde entonces es conmovedor. El soniquete pepé-y-ciudadanos se ha repetido centenares de veces en las crónicas políticas de los últimos meses; los dos partidos han ido de la mano, y a veces con Vox, como el pasado domingo en la Plaza Colón de Madrid pidiendo elecciones. Le costará trabajo a Rivera diferenciarse de Casado tras su idílica armonía de estos meses.

Pedro Sánchez intentó dar una imagen conciliadora ayer en el mitin de Sevilla y dejó el papel de mala a Susana Díaz, que lo interpretó a la perfección, como la gran profesional que es. De momento, el único aliado potencial que tiene el PSOE es Podemos, debilitado por una crisis interna que lo ha reducido a una pequeña empresa familiar y un gran club de fans de Pablo Iglesias. La parte más irredenta del secesionismo catalán estará contenta. Ante la eventualidad de que un bloque de derechas desaloje a Sánchez de la Moncloa e implante un estado de excepción en Cataluña, Puigdemont pensará desde Waterloo que mientras peor mejor para su causa.

Hay una gran densidad de ofertas e intereses, y alta temperatura; mucho vapor de agua en la olla a presión del pequeño Madrid del poder. Esto es lo que nos espera hasta el 28 de abril.

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