Un Gobierno de izquierdas, para de veras serlo, tiene que dejar paladinamente claro su antiamericanismo. Más allá de consideraciones geoestratégicas o comerciales, el manual ordena arremeter contra los yanquis. Y a fe mía que el binomio Sánchez-Iglesias no ha perdido ni un segundo en ajustarse al mismo. Tres son los asuntos, por ahora, en los que han concretado tan irrefrenable pulsión. El primero cristaliza en el nuevo criterio sobre el pandemonio venezolano. El inexplicado encuentro en Barajas entre el ministro Ábalos y la bolivariana Delcy Rodríguez, seguido de inmediato por el desaire a Guaidó, ayer "presidente encargado" y hoy "líder de la oposición", envía a Trump el mensaje de que la nación española, tan progre ella, no está por la labor de incomodar a Maduro. Excuso explicarles cómo habrán recibido tan súbito regate en Washington.

El segundo, temerario, consiste en vincular el futuro de las bases de Rota y Morón a la política norteamericana de aranceles. Bien está que intentemos proteger nuestras exportaciones. Pero, ¿de verdad se ajusta a los imperativos de la buena diplomacia el lanzar un órdago de tal calibre? Difícil será que por ese camino el gobierno estadounidense se achante, recapacite y pliegue velas. Andan allí de elecciones, su presidente no es precisamente una persona fría y desapasionada y, al cabo, apenas hace un mes se le garantizó que podía incrementar sus tropas en la Península.

El último, complejo, tiene que ver con la llamada Tasa Google. Se trata de un tema extremadamente importante para Estados Unidos. Convendría, pues, aunque la razón nos asiste, serenarse y no olvidar la advertencia de que su implantación "acabará perjudicando a las empresas españolas".

Si a esa presurosa puesta en escena unimos otros posicionamientos que indirectamente reiteran el afán de enojar -molestar a Marruecos, aliado preferente de los americanos; colocar a Iglesias, sujeto de públicas amistades en Caracas o Teherán, en las tripas de la inteligencia nacional- no cabe sino concluir que se está produciendo un cambio radical en las relaciones entre España y EEUU. ¿Para qué? Pues vaya usted a saber. Quizá sólo para cumplir con las exigencias del guión ideológico. O tal vez -y esto encierra mayor malicia- para poder culpar sin ataduras, si las cartas entran pésimas, al diablo por antonomasia, al americano capitalista, bloqueador y malo con el que previamente hemos conseguido enemistarnos.

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