Resulta difícil explicar las razones que llevan a una persona, bien representándose a sí misma o en nombre de miles que pertenecen a un colectivo, a hacer el ridículo. La palabra en cuestión, según la Real Academia de la Lengua, significa "estar expuesto a la burla o al menosprecio de las gentes, sea o no con razón justificada". Sea como fuere, lo cierto es que me parece el término más apropiado para explicar -o intentarlo- lo que está ocurriendo en este país llamado España y más concretamente en sus instituciones.

A los ciudadanos nos llamaron a votar el pasado 26 de abril. Lo hicimos de forma mayoritaria y elegimos a unos representantes para que estuvieran presentes en las dos cámaras legislativas, el Congreso y el Senado. Satisfechos unos y desencantados otros, el resultado fue claro y mandataron a los partidos políticos a que se pusieran de acuerdo para elegir a un presidente y conformar un gobierno. Más de dos meses han pasado desde aquello y, si bien es verdad que le concedimos a todos el tacticismo de esperar a las municipales y autonómicas para que diseñaran sus estrategias, ahora tampoco saben cómo solucionar la crisis que les ha venido encima.

Pero volviendo al inicio, creo que se llega a hacer el ridículo por varias razones. Una de ellas es la incapacidad, por lo que te sometes al escarnio público cuando se aprecia que careces de habilidades para desarrollar una tarea. Otra es la inseguridad, muy ligada a la anterior, pero que en determinadas situaciones genera el bochorno del respetable ante la vacilación en la toma de decisiones. Una tercera -aunque hay más- es la desvergüenza, en el sentido de que adoptas una posición por descaro, para proteger tus intereses personales o partidistas, sin tener en cuenta las necesidades reales del pueblo que te ha elegido.

Pues bien, parece que ésta última opción es la que se ha apoderado de nuestra clase política, incapaz de desbloquear la investidura de un presidente y casi resignada a la posibilidad de una repetición electoral. Produce bochorno ver cómo Pedro Sánchez (PSOE) hace de Rajoy y espera que los demás le solucionen la elección porque considera que solo él la merece. Lo mismo ocurre con Pablo Casado (PP), más preocupado de querer ser Abascal y al que ya no se le escucha lo de la abstención por interés patrio ni nada por el estilo. Albert Rivera (Cs) intenta ser Casado mientras le da una patada en el trasero al electorado de centro que le apoyó y se mofa del personal diciendo que él no pacta con Vox. Pablo Iglesias (Unidas Podemos) solo juega a querer ser ministro y a utilizar la bases de lo que queda de su partido para que le refrenden como mesías de no sabe muy bien qué. Mientras Santiago Abascal y sus acólitos se sienten fuertes a base de ocurrencias estrambóticas.

Y en esas estamos, rodeados de dirigentes sin el más mínimo pudor, a los que los problemas reales de la sociedad ni les van ni les vienen, al menos por el momento. Pues que sigan jugando con fuego, que al final pueden acabar quemándose, en el más estricto sentido político. Y que no olviden que la línea que separa el ridículo de hacer el tonto es muy fina. Casi imperceptible.

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