Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Hacer la mili

Lejos queda aquella ilusión que creía que una buena educación era la mejor forma de ganar ciudadanos

Tras la decisión de Emmanuel Macron de recuperar el servicio militar obligatorio para Francia, aunque sea en versión descafeinada y de sólo un mes de duración (algo así como un campamento de verano de sensaciones fuertes: habrá quien pagaría por ello), se esconde una crisis de Estado. O, más bien, una crisis del modelo, del reconocimiento social del Estado como lo que había sido hasta hace apenas una década. En un trance marcado a fuego por los populismos, los separatismos y la constatación de que el otrora aclamado sistema de integración francés tenía más goteras que el Cortijo del Fraile, ya casi no queda convicción alguna respecto al Estado en las jóvenes generaciones, entre las que muchos lo consideran prescindible cuando no directamente indeseable. Ante este panorama, una temporadita de servicio a la patria, aunque sea por narices, parece ser la solución adecuada para que esos recalcitrantes de pacotilla se enteren de una vez de cómo funciona aquí la cosa. Alemania, que prescindió de la mili no hace mucho, ya se lo está planteando, al igual que otros países europeos. La expresión más contundente del Estado, la más violenta y jerarquizada, se revela como escuela de ciudadanía. En España, por ahora, a ninguna sirena le ha dado por cantar. Pero con tanta guerra de banderas, cualquiera sabe.

Porque a lo mejor podemos recordar lo que sucedía no hace mucho: la mili, que presuntamente se concibió para todo lo contrario, terminó convirtiéndose en una maquinaria de injusticia y desigualdad social, en un foco de parasitismo del que quienes mejor escapaban se conformaban con dar por perdido un tiempo precioso. El servicio militar obligatorio aportaba al Estado, ciertamente, las dosis exactas de mano de obra barata que necesitaba, pero igualaba a cero cualquier manifestación o estímulo de talento y competencia. Que tras la supresión de la mili en España hayamos asistido al mayor apogeo de la banalidad, la vulgaridad, el desprecio al otro, la sacralización de la superstición primaria y la deshumanización no significa que aquel despropósito sirviera de algo. No, nunca sirvió de nada. Ni aquí, ni en Francia. Aunque recuperarlo ahora para varones y mujeres encajaría en la carnicería prostituida que la corrupción y la incompetencia política han elevado a rango de mecanismo de promoción social.

Lejos queda aquella ilusión que creía que una buena educación era la mejor forma de ganar ciudadanos en lugar de siervos. Pero esta Europa cagada de miedo y vendida a los racistas se ha convertido en un cuartelillo. Y alguien tendrá que limpiar las letrinas.

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