Si los políticos españoles se hubieran preguntado hace años qué es lo que ha fallado los últimos dos siglos, desde las Cortes de Cádiz, para que la nación española haya estado tan cuestionada y discutida, no estaríamos con una Declaración Unilateral de Independencia encima de la mesa, al menos en este momento que escribo la columna. Ortega y Gasset, en 1910, sostenía que "dado que España no existe como nación, el deber de los intelectuales es construir España". Ortega no era un demagogo, sino un lúcido analista de la realidad española. La llegada de los nacionalismos catalán y vasco, después de la crisis de 1898, no fue analizada como un síntoma de la profunda crisis de la identidad española, sino como una muestra de oportunismo político. Un grave error que seguimos arrastrando.

Si los dirigentes actuales hubieran leído Mater Dolorosa de José Álvarez Junco -nada sospechoso de procatalanista- serían mucho más prudentes al aseverar que España es la nación más antigua de Europa. Y conocerían, por ejemplo, la sarcástica anécdota sobre cómo nace en Francia el gentilicio de España, ese "español" o "españoles" que debería haber sido "hispanos" o "españeses". O si hubieran leído el libro La Nación Inventada de Ignacio y Arsenio Escolar sabrían que el mito de Santiago, personificación de España e instrumento de movilización antinapoleónica, debe su lanzamiento inicial a una corte y unos monjes que, con el concepto de nación actual, los llamaríamos franceses.

El actual agotamiento del ambiguo e impreciso régimen de las autonomías es la prueba de que los distintos intentos de pacto y diálogo han sido fruto del pragmatismo y no del reconocimiento de la naturaleza real del problema.

La política democrática implica reconocer la existencia del otro tal como es, guste o no. Y después tratar de resolver el problema intentando encontrar soluciones políticas racionales y justas. En las reglas del juego democrático del siglo XXI no caben los menosprecios autoritarios. "Se han acabado los procedimientos de los Espartero, Narváez, Primo de Rivera o Franco. Y también los de los Maura o Canalejas. E incluso ya no sirven las recetas de los Azaña o Suárez".

¿Hay que dialogar? Sí, sin duda, hasta conseguir que la tesis y la antítesis se hagan síntesis y se produzca una idea nueva que nos haga evolucionar como sociedad. La historia de este país, con sus mitos y sus casualidades elevadas a categoría de símbolos, nos ha hecho ya el guión.

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