Hablad, hablad malditos

Nada más fácil hoy que no escuchar lo que no te gusta, gracias a la infinita oferta de maravillas e informaciones

Siempre lamenté la dureza de mi corazón y mi falta de empatía, pero últimamente me voy alegrando. Venía diseñado de fábrica para el siglo XXI. Ahora todo el mundo intenta callarte con el argumento emotivo de "Me siento fatal por lo que dices". Ah, bueno, respondo con la insensibilidad que me caracteriza, pues siéntate más cómodo o, mejor aún, levántate para discutírmelo, hombre. Pretender silenciar a los demás en aras de tu sensible sentimentalidad sensitiva y, sobre todo, sentada no tiene sentido.

Los mejores defendieron siempre la libertad de expresión. Para Spinoza, "la libertad de filosofar no solo se puede conceder sin perjuicio para la piedad y para la paz del Estado, sino que no se la puede abolir sin suprimir con ella la paz del Estado e incluso la piedad". Stuart Mill añadía que decir lo que uno piensa beneficia no tanto al que lo dice (a fin de cuentas, él ya lo sabe) como al que lo escucha, a gusto o no. Karl Popper, por su parte, dejó clara la principal característica del pensamiento científico: que se somete a escrutinio. Si no permitimos la discusión porque lo que no dé la razón a nuestra más minuciosa cosmovisión nos enerva, esa cosmovisión irá cayendo por la fuerza de la gravedad en el campo magnético del pensamiento mítico y reglamentario.

Hay otro argumento a favor de la libertad de expresión que no se usa. El que pretende que algo no se diga, ya sea mediante una ley (hay varias) o mediante el linchamiento en las redes sociales o mediante la desaprobación automática, no quiere que se lo digas a otros en realidad. Él, con sentarse más lejos o de espaldas, ya tiene la perfecta censura privada o particular, sin daño a terceros. Lo digo por experiencia, porque yo paso de una ingente cantidad de cosas. Nada es más fácil hoy que no escuchar lo que no te gusta, o gracias a la infinita oferta de maravillas o bajo un ruido informativo que ensordece. Es mentira que a nadie le moleste lo que nadie diga. Le molesta que otros puedan escucharlo, como al emperador que iba desnudo le incordió que los niños aquellos descubrieran el pastel a los demás súbditos.

Quedan fuera las ofensas gratuitas, cuando quien habla o grita se empeña a posta en que te sientas mal. Pero eso ha de decidirlo un juez y, en caso de duda, debe primar el derecho a decir esa boca es suya. Cuando no quieran que digamos algo, señal de que importa. Si os maldicen, hablad, hablad, malditos.

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