La guerra como un amor caníbal de cuerpos y Españas, de cuernos y luces en el aceite del mapa. La muerte es una boca cerrada por donde pasa una sangre de madre y un licor de flores blancas, enfermas y lorquianas. La guerra es un derrame de metales en los puntos cardinales, puñales como flores negras, únicas de campo y tragedia. La muerte en su vapor antiguo, en su espacio sin límites, lo que Picasso dice es que la guerra es una pintora y la muerte es la forma definitiva en el lienzo, la guerra ama su obra y entonces amor y destrucción son lo mismo, algo así observa Buchheim en su libro sobre Picasso, amor caníbal, amor de azufre, también se da en los toros una coyunda (medieval) de amor y muerte, y en el disparo romántico del poeta enamorado, del amante defraudado, del pionero olvidado, todo hombre lúcido ha deseado alguna vez dispararse como un acto de amor total, de brillantez suprema, de coherencia y de lirismo macho: es muy poco español el narcisismo suicida.

En una guerra civil lo que hay es narcisismo asesino. Guernica es un cuadro que suena, que huele, que duele, que sabe (de sabor, no de saber). Guernica es una acústica del horror, un retablo de los costumbrismos destructivos del homo sapiens. Su dispositivo formal es extremoso pero carece de retórica: aquí un toro es un toro y no una metáfora, lo advirtió Picasso, tanto buscarle símbolos al arte, la realidad es que Guernica no es arte en el sentido más lúdicamente picassiano, en el que la pureza está muy cerca de la gratuidad, de la ocurrencia, del instinto, del picor del día. En Guernica hay un detalle que conmueve incluso al contemplador que no se da cuenta: es una escena colectiva de gritos y lamentos, apenas un personaje tiene la boca cerrada. Es el niño muerto, que tampoco es una metáfora, es un niño muerto en la guerra.

Picasso ensaya aquí una poética de la contorsión y un tremendismo del silencio (un aullido con el volumen quitado), secretamente austero en su coreografía de gargantas, en su desfile de damnificados (centrales y colaterales) de las guerras. La muerte es un caballo que habla, una mano que huye, un cromatismo anémico. La guerra demanda cada vez un lienzo nuevo para su obra, que siempre es abstracta aunque la muerte no sea una abstracción. En realidad una muerte individual no lo es pero un genocidio sí. Lo más terrible del cuadro es el alcance de su vector: habla de ayer, de hoy, de mañana, de siempre, de nosotros, de todos, cada grito distinto, pleno y recién inventado.

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