¿Gudaris?

En el siglo XX se quedan vejunos como De Juana, Txapote y sus compañeros de infamia

Eta, derrotada hace ya tiempo, firmará en abril el penúltimo capítulo de su acta de defunción, un teatrillo siniestro, como todos los suyos, en el que siempre prima el afán por maquillar lo evidente: que siempre, siempre, estuvieron equivocados y que los muertos y sus años de cárcel no han servido de nada. Los etarras, según anuncian, desvelarán en apenas un par de semanas dónde están sus últimos zulos y con eso se supone que darán por terminada esa locura que iniciaron con el tirano aún vivo y que continuaron en plena democracia para convertirse en símbolo preclaro del pensamiento zorrocotroco, la incultura y la barbarie. Les quedará tras ello sólo una cosa: disolverse, pues lo de pedir perdón a las víctimas no está en la hoja de ruta de una gente que todavía trata de ponerse el traje de guerreros heroicos cuando no fueron sino un residuo de los peores vicios inhumanos y utópicos del sangriento siglo XX. La realidad para el etarra jubilado se adivina por ello prosaica, pues más allá de los fieles borrocas de allá y de los palmeros de acá, que son cuatro y además mal avenidos, lo cierto es que en aquella tierra ya no son sino un residuo de la historia, personajes viejunos del ayer que muy poco le importan a una sociedad vasca que se está intentando quitar a buen ritmo la txapela pistolera para ser lo que siempre pudo ser: vanguardia de una Europa avanzada y en paz. Porque, más allá de las víctimas y sus familiares, de esos cientos de inocentes caídos por culpa de su fascismo sectario y su sinrazón, ha sido el País Vasco el que ha quedado manchado por los desmanes de estas gentes que a su tierra le han hecho un daño tremendo aunque se mueran pensando en su simpleza que fueron gudaris en defensa de no sé quién. En el nutrido museo de los horrores del siglo XX se quedan por ello De Juana, Txapote y sus compañeros de infamia mientras el resto de los españoles, o al menos muchos, tratamos de seguir construyendo un mañana en este siglo XXI de dudas razonables. No sería pues mala cosa no tener que volver a hablar de unos pegatiros que ojalá nunca hubieran aparecido. Que la historia, como a tantos, los mastique ya y se los trague.

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