Escribe Cervantes: "Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele afirmarse: que de los desagradecidos está lleno el infierno". Sin duda las palabras del genio siguen teniendo vigencia porque casi todos continuamos mostrando la misma perplejidad ante un sentimiento que entendemos mal y soportamos peor. La verdadera gratitud, ésa que nace y se ofrece sin pesar, fue siempre disposición rara y tal vez más ahora que nos hemos instalado en la matemática equivalencia de las obligaciones y los derechos.

Quizá ello explique que el no deber nada a nadie aparezca hoy como estado ideal que asegura una vida plácida y resguarda nuestra libertad de cargas gravosas. Ya el hijo pródigo de Rilke no quería ser amado porque ese don le exigía la esclavitud insoportable de tener que agradecer; ni amar tampoco, para no imponer idéntica deuda a los otros. Esa actitud, que implica un amurallamiento del yo y una forma patológica de tejer nuestros vínculos con el prójimo, tiene ahora reforzado y creciente éxito y viene configurando una sociedad que apenas recubre la mera adición de individuos supuestamente autosuficientes y encantados en su solitaria deriva.

La cultura occidental, señala Marina, no valora la gratitud porque se basa en una relación asimétrica, cosa que estúpidamente escandaliza en los tiempos actuales. Por otra parte, y de ahí el desprestigio, nos empeñamos en acoger y enseñar un principio perturbador: nada se recibe sin que se merezca y nada se devuelve sin un punto de humillación.

El año que termina, en el que tantos han entregado sus afanes y su salud a los demás y se han ganado nuestro incondicional reconocimiento, nos recuerda que, frente a ese modelo de gélida contabilidad, es posible y mejor oponer la grandeza apasionante de la compasión, el dar y el darse, el riesgo de una existencia compartida en la que o somos juntos o no somos. En mi última columna del aciago 2020, vaya para ellos, héroes de esta pandemia maldita, el abrazo franco de quien agradece, sin escozor ni reparo, tan inmenso ejemplo de sacrificio y generosidad. Así, desbordadas las absurdas defensas de un mundo receloso y misteriosamente ingrato, acaso sólo nos restaría el elegante y sutil agobio que Nietzsche percibió en las almas delicadas: el de intuir, con cierta vergüenza, que alguien pudiera estarnos agradecido.

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