Palabras prestadas

Pablo García Casado / Www.casadosolis.com

Gran 'Gran Torino'

CLINT Eastwood ha declarado recientemente que es un director antiguo. Dice que se siente un extraño en esta feria de vanidades en decadencia que se ha convertido la industria cinematográfica actual. Su manera de rodar tiene más que ver con la sombra de los sesenta y setenta que toda esa panoplia de efectos especiales y comedietas pseudorománticas que pueblan las carteleras de medio mundo. Se siente extraño y quiere dejarlo, y puedo entender su cansancio, porque es mucha la brega, y porque uno también se da cuenta de que ha terminado el ciclo. ¿Ocurre así en Gran Torino? Yo no estoy tan seguro, pero ese cansancio crepuscular de Eastwood, de héroe en retirada, tiene mucho que ver con una cierta melancolía colectiva por el ocaso que notamos en quienes han sido nuestros maestros.

No obstante este cansancio aparente, creo que la musculatura creativa de Clint Eastwood está lejos de la esclerosis que viven otros compañeros de generación. Gran Torino es una historia hermosa, con ese sentido de la emoción eficaz que ha sido durante décadas la bandera, la manera de hacer del cine norteamericano. Es el estilo de Tarde de Perros o de La Huida, películas dibujadas a trazo firme, buscando la medida justa de la risa, del guiño, del golpe, del beso. Toda esa justeza de emociones contenidas, de hombres y mujeres en ebullición, de miradas que firmarían Lang, Preminger o Wilder. Una herencia, la de Eastwood, bien gestionada, bien administrada, dando un toque de severo clasicismo a una puesta en escena tan limpia como demoledora.

Gran Torino nos mantiene en el asiento porque cumple con los rigores de la vieja escuela: un buen guión, un buen sentido de montaje, unos buenos actores, una adecuada posición de la cámara. Cumplir las cuatro reglas asegura un cierto sentido de corrección, y Eastwood lo sabe. Sabe qué errores nunca debe cometer, y al servicio de qué causa debe trabajar: la del espectador. Una película, por encima de todo, es un artefacto de comunicación. Y a partir de ahí, a soñar, ser Rosellini o Cukor, o el propio Clint Eastwood, participando de ese minimalismo narrativo que nos es tan grato. Quizá por ese silencio sutil en mitad de tanto ruido. Un silencio que puede cortar una bala, de la que se sabe por qué sale del revólver y en qué cuerpo se incrusta, y sus motivos.

Dicen de los buenos futbolistas que hacen fácil lo que para otros es difícil. Luego están los grandes, como Zidane, que además lo hacen bello. Pero siempre con la eficacia como motor y faro de su trabajo. Así trabaja Clint Eastwood en Gran Torino. Como eje central un icono sencillo de descifrar, un Ford fabricado por él mismo, del que se generan todas las emociones de la película: la relación con sus hijos; la oposición entre lo genuinamente americano -polaco de tercera generación- y lo extranjero; o esa totémica devoción por el mundo en movimiento, esa oportunidad del automóvil como instrumento de escape y conquista de otros mundos. Con qué facilidad, con un Gran Torino del 72, se puede construir el retrato posmoderno de la sociedad norteamericana actual. Con un coche que sólo aparece unas pocas veces en la pantalla y que parece estar presente, como una bestia dormida, en todos los rincones de la película.

Obras maestras como Gran Torino desdicen muchas interesadas indignaciones sobre la crisis del cine. Que lo está, no cabe duda, como también la propia industria del automóvil. Pero quizá sea momento de mirarnos al espejo y pensar hasta qué punto lo que falta es el talento necesario para construir prodigios como Gran Torino. Una película cuya producción no necesita otros efectos que una casa, unos coches, y puñado de herramientas y tres o cuatro o cinco armas. Lo demás es talento, y eso es mucho más valioso que el dinero de todas las subvenciones públicas. Algunos deberían tomar nota de la intensidad creativa de este actor en retirada que se acerca a los ochenta años. Mucho más joven que esos presuntos heterodoxos que tanto tiempo llevan viviendo de la complacencia de la crítica y de la sopa boba de los sufridos contribuyentes.

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