El Resucitado entró por el portalón de la fernandina iglesia de Santa Marina y la Semana Santa allí concluyó. Lo hizo además tal como empezase, con un cielo primaveral cubriendo Córdoba y con mucha gente en la calle. Con abuelos repeinados, padres endomingados y niños guerreando antes de que vuelva la rutina escolar, el aparato digestivo y la tabla del seis. Rutina que también se espera en el espacio público, donde se augura que reaparezca pronta y briosa la polémica sobre la nueva disposición de la Semana Santa, debate que estos días se ha sucedido en sordina. Habrá seguro quienes, ditirámbicos y ajenos a la autocrítica, defiendan los nuevos recorridos sin ponerle un pero, quienes hagan balances mesurados con sus pros y sus contras y quienes traten de buscar cualquier fallo posible porque su sueño en el fondo sería que la Semana Santa se disolviese o, cuando menos, se celebrase a puerta cerrada en alguna oscura nave industrial. Personas que en la Semana Santa ven con desagrado la fuerza que tiene hoy el cristianismo, sea más simbólica o más real, y que al criticar la Semana de Pasión se muestran tan previsibles como si un miembro del Pacma escribiese la crónica de una faena de El Juli. Su postura, evidentemente, es esperable y sólo queda conocer cuál será la grieta por la que intentarán disminuir lo aquí vivido, algo que muchos de ellos ni siquiera han visto porque, con todo su derecho, estaban en la playa tuiteando críticas mientras aguardaban a que se les enfriase el espeto. Benditos todos porque Córdoba sin polémica esquinada no sería Córdoba. Aunque hoy, con el Resucitado en su templo, no quiero centrarme en eso, sino que me parece de justicia darle las gracias de nuevo a los laboriosos, a los olvidados: a los que se ha esforzado para que todo salga bien. A los miles de penitentes y nazarenos, a los cientos de costaleros, a los músicos, a los policías, a los periodistas, a los camareros, a los artesanos, al concejal Aumente, a los efectivos de Sadeco y a todos los que de un modo u otro se ha dedicado no a polemizar sino a trabajar. Gracias no de parte de un capillita, que yo hace tres días no sabía ni lo que era una dalmática, sino de una persona que agradece su labor a todos los que permiten que Córdoba no se hunda en lo anodino y se mantenga dinámica con su carnaval, sus Patios, su Feria del Libro, su Festival de la Guitarra, sus Cruces, sus romerías, su orquesta o su Bienal. Los que hacen que la urbe, tan apática casi siempre, no caiga en la modorra absoluta y siga pareciéndose un poco a una ciudad andaluza y no a un páramo baldío de Chukotka, de Kan-sú o de Wyoming.

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