Papá, hoy es un día muy triste. Ha muerto Stan Lee. Sólo diré, gracias Stan". Con esas frases y una mueca de desánimo en su cara me recibió mi hijo el pasado 12 de noviembre justo cuando ya de noche abrí la puerta del piso a la vuelta del trabajo. A sus 15 años siente pasión enfermiza por los superhéroes de Marvel, tanta que hasta roza el frikismo; y entendí que esa muerte del padre de ese mundo de fantasía del que muchos a lo largo de nuestra existencia hemos querido formar parte le había afectado casi tanto como a mi me afectó el asesinato de John Lennon recién cumplido los 14 años. Como homenaje a los buenos momentos que nos han regalado los hijos con superpoderes de Stan Lee a lo largo de nuestras vidas, mi hijo y yo empezamos a hablar de nuestra experiencia con ese mundo de fantasía.

Le conté que en mi pandilla de la calle El Prao de Belalcázar -cuando teníamos entre los ocho y los 12 años sobre todo- nos solíamos meter de vez en cuando en la piel de esos seres del universo Marvel hasta creernos ser los personajes. Fundamos, y todo, los Vengadores Zorrunos [zorruno es un gentilicio de Belalcázar], grupo en el que mi amigo Gabriel Pizarro -El Hillo- se hizo con el personaje que muchos queríamos, el de Spiderman -que en vez de tela arácnida lanzaba cuerdas-, mientras que Manolo Fernández se convertía en el Capitán América -con escudo acartonado de fabricación propia incluido- y a Julio Rodríguez -El Monjero- no le hacía falta montar en cólera para ser ese Hulk que conocíamos como La Masa -es más, el nunca se enfadaba-. Mientras, a mi me tocaba darle vida a Daredevil, y entre los villanos más inocentemente temibles estaba Paco Gallego -el de la Damiana-. Todos, incluso los villanos -un ejército de niños-, soñábamos viviendo esas aventuras que luchábamos para que en el mundo se respetara al diferente.

También le conté aquellos otros momentos en los que subía hasta la casa de mi amigo Pepín Núñez, que era tan friki de los supérhéroes como mi hijo, a cambiar con él lo que llamábamos cuentos [cómics]. Él era muy de Los Vengadores y de la Patrulla X [luego X-Men]. Aún conservo como una reliquia aquel clásico cómic titulado Dios ama, el hombre mata de los X-Men que me regaló poco antes de marcharse para siempre de este mundo, dejándome un vacío terrible, cuando sólo teníamos 17 años, un cómic que es todo un canto a la vida en defensa del diferente. Y no olvidé hablarle también de aquel otro cómic que compré por casualidad con el objetivo de -al leerlo- meterme en la piel de Peter Parker (Spiderman) y luchar contra el Duende Verde, sin saber que aquella aventura me iba a marcar volviéndome a demostrar que la vida no es como la planeamos y que las personas a las que queremos y amamos -en este caso la novia perfecta y soñada- puede que de repente un día ya no estén. Ese cómic era La muerte de Gwen Stacy. Como mi hijo, sólo diré: Gracias, Stan.

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